ME acuerdo toda la vida de oírle decir a ama: Yo, para quedarme tonta, prefiero que me den lo que sea e irme". Con ese "runrún" en la cabeza y la "traumática" agonía de su padre en la retina, a Begoña Otazua no le queda ninguna duda de lo que no quiere para sí. "A mi aita le sobró el último año, que fue un auténtico horror. Tenía Parkinson y demencia. Le veías ido, con la sonda y decías: Si tiene algún momento de lucidez, al menos que sienta que estoy aquí". Esa impotencia la llevará para siempre cincelada en su memoria, junto al "sufrimiento" del tramo final. "Tenía una infección generalizada en el abdomen y nos pidieron permiso para intervenirle. Mi hermana y yo nos miramos: ¿Qué hacemos? Bueno, vale. Se tiró los diez últimos días de su vida abierto en canal con unas curas terribles", lamenta. Nada que ver con la foto enmarcada que cuelga en el salón de su casa, en la que sus padres sonríen tras un centro de flores el día que Begoña se casó. "Eran de los mejores clientes de Basurto. Una media de 7 u 8 ingresos anuales entre los dos", sazona el relato con una pizca de humor.

Aunque "lo de ama fue menos sufrido, los últimos años estaba en su mundo". Justo lo que no quería. Ni ella ni Begoña, que en 2017 realizó el Documento de Voluntades Anticipadas para que la historia no se repita. "Que no me mantengan a lo tonto. Si la cosa no tiene vuelta de hoja, que os vaya bien y se acabó. ¿De qué me sirve vivir hasta los 105 años si estoy más allá que acá? Ya he tenido una vida. Agur, Ben-Hur", cuenta, a sus 63 años, esta bilbaina.

Si su padre hubiera dejado sus pensamientos por escrito, quizás se habría ahorrado la última operación y su familia, el trago de tener que decidir. "Murió con 89 años, pero por muy mayores que sean, siempre quieres tenerlos ahí. En esa situación, te preguntan si abrimos o no y... Si él lo hubiera dejado dicho, resuelves esas dudas. Nunca te viene bien verles irse, pero, por lo menos, que mueran dignamente", reivindica y se despide con un aviso a navegantes. "Aquí todos tenemos que tener claro que no somos eternos. Felizmente, porque sería hasta aburrido", dice con retranca.

"Ideas de la Edad Media" "Sé que esto va a peor. Que dentro de poco no me va a reconocer. Que de la persona que ha sido mi compañera durante tantos años no va a quedar prácticamente nada". Antton Elosegi lo tiene muy claro. No solo ahora, que ha visto "el deterioro paulatino e inexorable" de su mujer, sino desde que le diagnosticaron Alzheimer. No en vano hace ya diez años que ambos plasmaron sus voluntades sobre papel. "Con cualquier otra enfermedad uno puede tener la ilusión de que pase, pero desgraciadamente con esta no", afirma este donostiarra. Y con esa certeza expresaron su deseo de que sus vidas "no se prolongaran artificialmente, de no llegar a esa situación en la que uno va dejando de ser persona". Por aquel entonces, explica, "se planteaba solo el rechazo del ensañamiento curativo, no que el médico hiciera algo para adelantar la muerte. Hoy en día, esperando que se legalice, habríamos incluido una petición expresa de eutanasia". Antton ha podido actualizar su testamento. Su mujer no. "Ya dejó de ser capaz".

Convencido de que "tenemos derecho a decidir cómo morimos", a Antton, a sus 75 años, le resulta "incomprensible" que aún no se haya legislado al respecto. "Todavía funcionan algunas ideas que parecen de la Edad Media. Si nuestra vida solo es de Dios, apaga y vámonos. Respeto que una persona tenga esa mentalidad, pero que se imponga socialmente o legalmente me parece una monstruosidad", denuncia.

"Se esforzaban en no comer" A Gurutze Zubillaga le bastó un mes trabajando "en la planta de dependientes de una residencia de ancianos" para que se le removiera mucho más que la conciencia. "Había que darles la comida a la boca y se esforzaban en rechazarla, retiraban la cabeza o la cuchara, la echaban fuera... Yo insistía y, cuando ya no querían, me retiraba y le dejaba a otra que se la diese con la jeringuilla", recuerda esta auxiliar de clínica jubilada, a la que le impactó especialmente el caso de "una mujer que estaba todo el tiempo sola en una habitación, a la mínima se arrancaba la sonda y se la introducían otra vez. Para mí fue brutal", confiesa. Tanto que rechazó el puesto. "Me di cuenta de que dependían totalmente de las decisiones de otros, no se respetaba en absoluto su opinión, vivían una vida dirigida. Eso es muy fuerte y me hizo replantearme mucho las cosas", admite.

Esta angustiosa experiencia y unos síntomas que ya presagiaban una enfermedad degenerativa empujaron a esta donostiarra de 72 años a dejar escritas sus voluntades cuando tenía 50, aunque le costó encontrar testigos porque "a la gente le daba la sensación de que estaban firmando mi sentencia de muerte". Nada más lejos de la realidad. "El testamento vital me dio una tranquilidad enorme y la seguridad de que se iban a respetar mis valores y cómo quería ser alimentada y tratada. Con un buen seguro de muerte, la vida es mucho más bella", atestigua.

Tras aclarar que no es un documento solo "para mayores" y que por "programar el final no te va a llegar antes", Gurutze ilustra lo útil que resultaría. "En ayuda domiciliaria vi el caso de una señora muy enferma, que lloraba mucho y te miraba con unos ojos... Se le veía hasta el coxis de lo escarada que estaba. El médico decía: Dejadla ir, pero los hijos no se ponían de acuerdo para sedarla. Era fortísimo. Quién sabe si estaba consciente y no podía expresarse".

"No vives más angustiado" "No por mencionar la muerte, vives más angustiado. Al contrario. Si lo organizas, vives más intensamente". Rafa Sal, activista de Derecho a Morir Dignamente, asociación a la que también pertenecen Gurutze y Antton, planificó su final hace dos años para, si en un futuro no pudiese expresarse, "dejar constancia de sus criterios y que los demás no se vean en el compromiso de: ¿Qué quería aita?".

Lo suyo parece toda una filosofía de vida. Lo mismo que uno "nombra tutores de los hijos hasta los 18 años por si acaso le pasa algo", contempla "la posibilidad de sufrir una enfermedad o un accidente y planifica sobre ello dentro de lo que la ley te permite, porque hay cantidad de cosas que deciden por ti", explica este bilbaino de 64 años, para quien "hay casos en los que la medicina ha conseguido avances técnicos y los aplican, a mi modo de ver, más allá del límite razonable prolongando situaciones que no solo suponen una carga para todos, sino que son indignas para la persona que las sufre y para los de alrededor".