Vivimos en una dictadura de la vida. En una especie de Norcorea vital, donde se asume que respirar va a ser siempre y a todo evento mejor que no respirar. Se da por hecho que, para todos, la vida tiene el mismo valor, todo el tiempo, en todas las circunstancias. En consecuencia, se le impide a una persona moribunda y que sufre, acceder a los medios que le permitirían poner fin a su dolor.

Eso le sucedió a Paula Diaz, joven chilena aquejada de una dolorosa enfermedad que pidió poner fin a su vida. Chile no lo permitió. Esto debe cambiar y nuestro Estado debe promover una ley de Suicidio Asistido y Cuidados Paliativos.

El valor de la propia vida es y será esencialmente cultural; según la época y la sociedad se considerará que otras cosas son peores o mejores que morir.

Las razones son varias. Que la vida no vale para todos lo mismo es evidente en el mundo actual (y legítimo): están los que hacen deportes extremos con casi 100% de probabilidad de muerte, como el wingsuit (volar solo con el uso de un traje con alas), o quienes prefieren el suicidio lento de fumar todos los días. En la antigüedad esto era aún más claro. Sostenía Seneca que el sabio “vivirá cuanto debe, no cuanto puede: verá dónde ha de vivir, con quiénes, cómo, qué ha de hacer”. Pensará “no en la cantidad de la vida; si se presentan muchas cosas molestas y perturban la tranquilidad, se sale él mismo de la vida”.

El valor de la propia vida es y será esencialmente cultural; según la época y la sociedad se considerará que otras cosas son peores o mejores que morir. Los japoneses preferirán el suicidio ritual al deshonor, el filósofo Empédocles elegirá lanzarse a un volcán para mostrar su unión con la naturaleza. Estos actos, quizás criticados, serán, por cierto, objeto de admiración en otro tiempo y cultura. Sin embargo, hoy en día al paciente postrado y moribundo se le imponen los deseos, religión y cultura que no desea. El anhelo de morir es cuestionado y el Estado le niega al paciente su legítimo derecho.

La defensa del suicidio asistido debe sostenerse fundamentalmente en el principio de autonomía en salud: el derecho a elegir según mis valores respecto a lo que atañe a mi propia existencia, sin menoscabo a la de otros. Sin poder disponer de su propia vida, el hombre no muere libre, sino atado a la voluntad y creencias de otros.

El suicidio asistido, sin embargo, no resuelve el problema de fondo con el que Chile tiene una gran deuda: los cuidados paliativos -o cuidados para el paciente que está por fallecer – los cuales solo son cubiertos para pacientes con cáncer. El resto de los enfermos muere como puede. En justicia, entonces, debería avanzarse en ambos sentidos: tramitando una ley de suicidio asistido y ampliando la cobertura de cuidados paliativos.

En contra del suicidio asistido, se argumenta que quienes lo piden están deprimidos. Esto no es cierto. Si bien existe la depresión en los pacientes terminales, ésta afecta a menos de la mitad de ellos. Es decir, la mayoría no tiene ninguna enfermedad mental y simplemente desean morir. Si el juicio de realidad esta alterado, deberían ser evaluados por un psiquiatra, como, por lo demás, se hace siempre con cualquier paciente en que se sospecha alguna alteración de conciencia, para objetivar si el consentimiento es válido o no.

Otros argumentan que el suicidio asistido pervierte la ética médica. A lo que se refieren, probablemente, es a que pervierte su concepción de ética médica o que altera su deseo de imponer al resto su moral y opinión particular respecto a cómo se debe morir.

No corresponde a terceras personas juzgar las razones de esos actos, sino solo permitir que se realicen en la medida que no afecten la libertad y autonomía de otros.

Una ética humanista, que pueda servir para consensuar la convivencia entre personas de distintas creencias, no puede sino entender que la muerte es parte de la vida y que en ese momento, más que en ningún otro, el hombre debe ser dueño de su destino y elegir según su voluntad. Hay quienes desearán morir usando todas las maquinas imaginables, buscando extender su existencia todo minuto posible: podrán hacerlo. Una ley de cuidados paliativos y suicidio asistido permitirá, por el contrario, que quienes desean algo distinto, también puedan hacerlo.

Por último, hay quienes sostienen que el suicidio asistido es contagioso. Al usar la palabra contagio se induce pensar que hay algo intrínsicamente negativo en estar moribundo y querer morir, cuando, por el contrario, es algo perfectamente entendible y no constituye una enfermedad. Otros fenómenos sociales, en tanto, responden también a la imitación y no por eso están prohibidos: en una sociedad donde la mayoría de las personas bautiza a sus hijos o los circuncida, es probable que muchos imiten esta conducta aún sin estar convencidos de ella. No corresponde a terceras personas juzgar las razones de esos actos, sino solo permitir que se realicen en la medida que no afecten la libertad y autonomía de otros.

Finalmente, la lucha por el suicidio asistido es simplemente un paso más en la lucha por un estado laico, donde las iglesias y el Estado estén separados. Las creencias religiosas de ciertos grupos siempre han buscado ser impuestas al resto por vía de la ley. Pasa en los estados islámicos, donde se les impone a las mujeres usar un burka, no manejar autos o casarse obligadas. Pasa también en países predominantemente cristianos, donde se busca imponer por ley un solo modelo de familia, un solo tipo de relación sexual y finalmente una sola forma de morir.

Ya disponemos de nuestras conciencias, las mujeres han recuperado su legítimo derecho a disponer de su útero. Dejemos ahora, que cada quien muera en paz, cuando le parezca mejor.

FOTO: HANS SCOTT / AGENCIAUNO