Por Fernando Marín
«Enmarcar la demencia como una sentencia de muerte, una enfermedad sin cura, un deterioro lento y prolongado, una dependencia creciente y una pérdida de esperanza, solo aumenta el miedo y el estigma que rodea a esta enfermedad», dice un artículo publicado hace unos días en The Lancet, traducido por la magnífica web NoGracias, con motivo del Día Mundial del Alzheimer.
“Rastreamos los orígenes sociales del estigma de la demencia y ofrecemos una manera de restaurar la esperanza que es independiente de si la cura está en el horizonte o no. Un enfoque basado en la fuerza de respetar la capacidad individual, la perspicacia y la personalidad desde el diagnóstico hasta el aliento final”.
Discrepo. Para empezar, el estigma –si es que lo hay– no es comparable a otros casos, como el del VIH. Las personas con demencia no son vilipendiadas, insultadas, devaluadas, ni enviadas al ostracismo. Es la enfermedad, no la sociedad, la que las aísla del mundo. Eso no es un estigma, es la cruda realidad.
Efectivamente, como menciona el artículo, Descartes se equivocaba, pero no en el sentido que proponen los autores, sino en el que sostiene António Damásio: “Existo, luego pienso”. Sobre la demencia el famoso neurocientífico escribe:
«En su inexorable avance, los estragos van más allá de los procesos autobiográficos. En los últimos estadios de la enfermedad de Alzheimer, en aquellos pacientes que habían recibido una buena asistencia médica y lograron sobrevivir más tiempo, se iba asentando de manera paulatina un estado prácticamente vegetativo. La conexión del paciente con el mundo se iba reduciendo hasta parecer individuos afectados por un mutismo acinético. Los pacientes ejecutan un número cada vez menor interacciones con el entorno físico y humano, y responden cada vez menos estímulos procedentes de su alrededor. Las emociones de estos pacientes permanecen mudas y su comportamiento lo domina un ademán ausente, apático, vacío, descentrado, mudo». (Y el cerebro creó al hombre, pág. 348).
¿Qué significa restablecer la esperanza (perdida)? Nada. En mi caso, si padeciera una demencia, no deseo restablecer nada. Mi esperanza es que se respete mi voluntad de morir (del todo) antes de ser dependiente. Por si no me puedo expresar, así lo explico en mi testamento vital: si ya no me acuerdo de quién soy, quiero una inyección letal que en segundos me sumerja en un plácido sueño hasta mi muerte. Si la ley no lo permite, cuando ya no coma solo, me despediré de la vida ayunando.
Entiendo que el valor que yo le otorgo a mi libertad y a mi independencia física, es decir, a mi dignidad, no es compartido por otras personas, a las que respeto totalmente. Me parece fenomenal que, por lo que sea, ellas y sus cuidadoras encuentren sentido a una vida tan deteriorada. Pero negar la realidad para dulcificar una tragedia, inventarse cómo funciona el cuerpo humano, sólo conduce a la frustración.
“La demencia nos desafía a examinar lo que significa ser humano. Al adoptar un enfoque en la demencia basado en la fuerza, podemos dejar de ubicar nuestra personalidad en nuestras capacidades intelectuales y mentes adultas socialmente moldeadas, y ubicarla en nuestra vulnerabilidad, nuestra apertura, nuestra imaginación, nuestras capacidades no verbales, nuestra capacidad para dar y recibir amor, nuestra dependencia e incluso nuestra cercanía a la muerte. Estas cualidades humanas nos unen a todos si las compartimos. El reconocimiento de que las personas que viven con demencia poseen estas cualidades a lo largo del curso de esta enfermedad puede restaurar la esperanza y la conexión en los enfermos, en los profesionales sanitarios y en las parejas que los cuidan”.
¿Ubicar nuestra personalidad en nuestra vulnerabilidad? ¿Dar y recibir amor? ¿Una persona con demencia grave? Prefiero a Damásio:
“Y qué decir de los propios pacientes en este último estadio de la enfermedad, cuando su cerebro recibe un nuevo mazazo (…). El nuevo deterioro resulta muy doloroso de presenciar para las personas más allegadas a ellos, pero para los pacientes es como una bendición. En esta última etapa, los pacientes que presentan tal grado de deterioro de la conciencia no son conscientes de los estragos que la enfermedad les está causando. Se han convertido en los caparazones de los seres humanos que una vez fueron. Merecen nuestro amor y cuidado hasta el amargo final, pero por fortuna están libres ya, en cierta medida, de las leyes del dolor y del sufrimiento que siguen rigiendo para aquellos que los contemplan”.
Lo más sensato que dice al artículo es la importancia del testamento vital (directrices o voluntades anticipadas). Por mucho que hagamos de la necesidad virtud, las personas con demencia no “cambian nuestras vidas para mejor”, ni “el paisaje experiencial de las formas de diversidad cognitiva” es un beneficio social. La demencia no es un “problema de diversidad, ni una forma diferente de ser”, es una cruel enfermedad que no hace que “los enfermos sean nuestros maestros”, sino todo lo contrario, los degrada hasta hacerlos irreconocibles.
¡Por supuesto que hay que cuidar con el máximo respeto y delicadeza a las personas con demencia! Pero hay que abordar la tarea reconociendo que es durísima, sin engaños. Este enfoque, esta declaración de buenas intenciones, cuando se estrella con esta cruda realidad, no sólo no ayuda, ni consuela, sino que puede provocar daño en familiares agotados, culpables de no estar a la altura de palabras tan grandilocuentes.
Como comentaba hace unos años, mucho ojo con los mensajes que culpabilizan, la vida no es una postal.
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