En Roma el suicidio no era considerado un crimen; al contrario, podía ser la forma digna de acabar con la vida en caso de condena pública de personajes relevantes o como acto de libertad. Sólo estaba prohibido para los esclavos, que siendo propiedad de otra persona perjudicaba los intereses de sus amos. Igualmente, los soldados eran considerados como traidores o desertores y se confiscaban todos sus bienes al acabar con su vida antes de cumplir la misión que les estaba encomendada.
En el libro segundo de su obra Hechos y dichos memorables –Factorum et dictorum memorabilium–, el autor romano Valerio Máximo narra la siguiente historia de la que fue testigo personal cuando en el año 27 d.n.e., acompañó a Sexto Pompeyo durante el proconsulado de éste en la provincia de Asia.
«Ocurrió entonces que una dama de lo más distinguida, pero muy entrada en años, después de exponer a sus conciudadanos los motivos que la impulsaban a renunciar a la vida, decidió envenenarse; y pensaba que su muerte resultaría más gloriosa, si tenía lugar en presencia de Pompeyo (…). Fue, pues, a su encuentro y, después de haber intentado en vano durante mucho tiempo disuadirla de su propósito por medio de las más elocuentes palabras que manaban de su boca como de una fuente purísima de oratoria, decidió permitirle que cumpliera su designio.
La mujer, que tenía más de noventa años, pero se hallaba en plenas facultades corporales y anímicas, se recostó sobre su lecho que parecía mejor ataviado que de costumbre y, apoyándose sobre uno de sus codos, le dijo a Pompeyo: ‘Sin duda alguna, Sexto Pompeyo, te darán las gracias más bien los dioses que abandono que aquellos a los que me dirijo, porque no desdeñaste ni exhortarme a vivir ni verme morir. Pero yo que he visto siempre cómo la fortuna me sonreía, para no verme obligada a ver su cara triste por el deseo de vivir, quiero cambiar lo que me queda de vida por una muerte feliz -prospero fine-, ya que dejo tras mí dos hijas y un nutrido grupo de nietos’.
En seguida exhortó a sus hijas a vivir en paz y concordia, les distribuyó su patrimonio, confió a su hija mayor los objetos sagrados y la obligación de mantener viva su memoria, tomó con mano firme la copa que contenía el veneno, hizo libaciones en honor de Mercurio, para que la condujera por fáciles caminos a la parte mejor de los infiernos, y bebió con avidez el mortal brebaje.
A continuación, iba describiendo sucesivamente las partes de su cuerpo por las que se extendía el frío de la muerte y, cuando se dio cuenta de que éste se iba apoderando de sus entrañas y de su corazón, suplicó a sus hijas que cumplieran con ella el último deber de cerrarle los ojos. Por lo que a nosotros se refiere, aunque estábamos atónitos ante un espectáculo tan novedoso, nos abandonó dejándonos con los ojos bañados en lágrimas».
Por: Miguel Requena Jiménez. Profesor titular de Historia Antigua en la Universitat de Valencia y autor del ensayo Los espacios de la muerte en Roma, Síntesis, Madrid, 2021.
Artículo publicado originalmente en la revista de DMD nº 89.
¿Quieres saber más sobre derechos al final de vida y nuestras actividades?Puedes asociarte para apoyar nuestra labor o hacerte simpatizante. |
Comparte este artículo