«A ellos no les importa, pero también morirán. ¡Idiotas! Yo primero y luego ellos, pero a ellos les pasará lo mismo». Así describía Lev Tolstoi en La muerte de Iván Ilich el principal fenómeno igualador de la vida, esto es, su final irremediable. Un siglo después alguien continuaba esa misma reflexión: si todos nos morimos, ¿por qué nos da tanto miedo hablar de ello? Y qué sufrimientos podrían evitar romper con este tabú.
A principios de los ochenta, se inscribe en el Ministerio del Interior una organización que tiene por fines «el derecho de las personas a disponer con libertad de su cuerpo y de su vida» y el de los enfermos terminales a morir sin sufrimientos.
Ese primer intento fue frustrado por las autoridades, al entender que los objetivos de la asociación eran contrarios a los principios deontológicos de los profesionales médicos y suponían incurrir en el delito de inducción al suicidio. No obstante, en 1984 la entidad gana el recurso presentado contra dicha decisión y se crea oficialmente la Asociación Derecho a Morir Dignamente (ADMD).
Dos décadas después abre su delegación territorial en Asturias, donde cuentan aproximadamente entre dos y tres centenares de personas socias.
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