Al cumplir 79 años, Carlos Alberto Montaner pidió a su hija que le ayudase a morir. El escritor hispanocubano llevaba años sufriendo un extraño párkinson, y quiso decidir su final antes de que le consumiera la enfermedad. En 2022 recibió la eutanasia en España. Su hija, la periodista Gina Montaner, ha transformado ese proceso en un libro, Deséenme un buen viaje, editado por Planeta que llegará a España en 2025 y del que reproducimos un fragmento como adelanto.
Por GINA MONTANER
Quedamos con Carolina en que, pasadas las fiestas de Navidad, volveríamos a reunirnos en la sede de DMD. “¿Y si no consigo mi objetivo?”, le pregunta mi padre antes de despedirnos. Ella lo tranquiliza: la ley se había elaborado teniendo en cuenta a enfermos como él. De hecho, desde su aprobación, la mayoría de los solicitantes a quienes se les había practicado la eutanasia padecía enfermedades neurodegenerativas. Salimos satisfechos de la modesta oficina. Carolina destilaba empatía, atributo imprescindible para llevar de la mano a quienes se sienten desprotegidos en su deseo de traspasar la barrera de la vida a la muerte.
En el autobús de regreso a casa charlamos animadamente. Lejos de sentir zozobra por la naturaleza de la conversación que habíamos sostenido, la sensación que tenemos es de alivio. Habíamos compartido algo que en nuestro entorno casi nadie sabía. Mi padre me pide que lo ayude a convencer a mi madre de que su decisión es la correcta porque, al final, esa es su voluntad. Lo que siempre había contemplado en caso de verse en la situación en la que se hallaba. De ahí su admiración por alguien como Ramón Sampedro. Éramos aliados en una guerra muy particular. Mi hermano Carlos, ocupado con sus trabajos freelance en el lejano estado de California, nos apoyaba en la distancia. Las nietas sabían por encima que el regreso a Madrid estaba vinculado a su interés por la ley de eutanasia, pero, cada una instalada en una ciudad distinta, tendían a minimizar una realidad que no podían palpar. Se aferraban a la imagen que tenían de él: un hombre carismático, elocuente, vital. Tampoco yo les daba mayores detalles del día a día.
Formaba con mis padres un reducido comando que debía llevar a cabo una delicada y casi secreta misión. No tenía sentido expandir el radio de la extenuación que estaba por venir. Mi madre era el flanco débil de aquella tarea y yo debía asumir el desagradable rol de intermediaria. Inmiscuirme a la fuerza en el intrincado jardín de su intimidad. Su unión podía definirse como simbiótica: Cuando dos organismos viven juntos en una íntima unión fisiológica para su mutuo beneficio. Amantes, amigos, hermanos. Por irracional que fuera su sentimiento, para ella el deseo de su pareja de morir a corto plazo tenía un elemento de traición. Romper el pacto de “hasta que la muerte los separe” que casi nadie había tomado demasiado en serio en el día de su boda. Y ahora, a las puertas de los 80 años que habían alcanzado a dúo contra todo pronóstico, él quería bajarse en la próxima estación, despreciando la entrega de su mujer, transformada en cuidadora. Mi padre desertaba de la vida y en el camino la dejaba en la cuneta. Así, creo, lo veía ella, aunque se inhibía de expresarlo abiertamente.
«No estaba escrito, pero sí predestinado que debía ocuparme de la intendencia familiar cuando nuestros padres se hicieran mayores. El tiempo había corrido muy deprisa».
Como quien narra un cuento liviano, los dos le hablamos a mi madre acerca de la reunión en DMD. Debíamos iniciar el trámite y ellos nos orientarían. Yo acompañaría a mi padre a las citas. Ella escuchaba cabizbaja, sin apenas hacer preguntas. Cambió de conversación. Había preparado una deliciosa comida. Es una de sus tácticas en favor de la vida. Su naturaleza es hospitalaria. Nos acompañaba en tan singular cometido porque su sentido de la lealtad y su generosidad son considerables, pero se sentía ajena a la convicción que llevaba a mi padre a tan drástica conclusión. Linda se rige por un desarrollado sentido de lo práctico. Viene de una familia numerosa en la que le encomendaron desde pequeña que atendiera a la prole. Resuelve problemas, encuentra soluciones, les tiende la mano a los amigos, protege a la camada. Su inteligencia emocional ha sido un pilar fundamental en la familia. Ella le ofrecía el sacrificio del amor ilimitado en el desvelo de su cuidado.
Mi padre se lo agradecía, pero declinaba tan desprendida oferta. En el medio de los dos, yo me movía con el sigilo de un sicario a las órdenes del enemigo. Había silencios entre mi madre y yo que eran reproches mudos. La sospecha, por su parte, de que mi amor por él era mayor y no hallaba en mí a una aliada que rompiera el complot. Mi relación con mi padre siempre había sido muy estrecha. Me identificaba plenamente con él y había heredado su vocación por la escritura. Además, nos parecemos mucho físicamente y en el carácter. Más flemáticos. Sin el arrojo vibrante de Linda. Cuando nació mi hermano yo tenía siete años y enseguida ejercí de hermana mayor. Él siempre fue más dócil y yo más severa. No estaba escrito, pero sí predestinado que debía ocuparme de la intendencia familiar cuando nuestros padres se hicieran mayores. El tiempo había corrido muy deprisa.
En el invierno de 2022 mi padre sólo tenía un objetivo. Estaba decidido a lanzarse a una expedición sin retorno y para ello debía amarrar las emociones y traspasarnos con una mirada que ya se perdía en otros horizontes.
Artículo publicado originalmente en el número 92 de la revista de DMD.
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