Fue la primera persona que permitió que una periodista presenciara su suicidio asistido para después contarlo. Madeleine murió acompañada por voluntarios de DMD. También por Ana Alfageme, médica además de periodista, autora de un reportaje que impactó en la sociedad española y abrió camino hacia el derecho a la eutanasia.
Por ANA ALFAGEME
– Ana, hay una mujer que quiere dar testimonio.
Una llamada de teléfono puede cambiarte la vida. Ocurrió tras aquella conversación con Fernando Marín, médico y miembro de DMD, en un día de otoño de 2006. Hablar con Fernando siempre era importante. Lo sabía desde que, al hilo del caso Leganés y del de Terry Schiavo, le contacté para elaborar una información sobre la sedación terminal y la muerte en casa. Recabé varios testimonios de familiares de enfermos que habían sido sedados por Fernando. Todos accedieron a hablar impelidos por su convencimiento en alcanzar el derecho a la eutanasia —que entonces se antojaba muy lejano— pero sobre todo por agradecimiento. El que genera haber sido acompañados en el final de la vida de sus allegados.
Fernando me contó que la mujer se llamaba Madeleine, que había tenido una vida de película y que padecía ELA. No quería morir paralizada ni a merced de los cuidados de otros. Deseaba suicidarse en compañía de voluntarios de DMD. Y estaba dispuesta a que un periodista asistiese a su muerte.
Yo sentí un escalofrío que iba más allá del miedo. Pese a ser médica, nunca había visto morir a nadie. Como periodista ese estremecimiento me decía que iba a conseguir una exclusiva que haría temblar los cimientos de la discusión pública sobre la muerte digna, el último gran derecho que quedaba por conquistar. Pero no albergué dudas. Los periodistas tenemos la obligación de contar lo que ocurre, lo más cerca y directamente posible. Y debía relatar cómo una persona en plenas facultades que quería acabar con su vida antes de no poder valerse por sí misma se vería abocada a morir sola, sin un entorno seguro. Clandestinamente. Algo que no ocurriría de tener un respaldo legal para acompañar médicamente su deseo de terminar con el sufrimiento que le causaba la enfermedad.
Por aquel entonces, en 2006, el apoyo a la eutanasia entre los jóvenes rondaba el 75% y en el conjunto de la población eran mayoría (53%) los que estaban a favor de la muerte digna. Como ciudadana tenía claro que la sociedad española necesitaba una ley que garantizara el derecho a bien morir y como médica me sentía muy próxima al sufrimiento que generan las enfermedades degenerativas y terminales.
Compartí la propuesta con muy pocas personas. Casi nadie de mi entorno, por miedo a que de alguna manera, aunque se diera una remota casualidad, la voluntad de Madeleine se frustrara. Lo mismo ocurrió en El País, dónde entonces yo era redactora jefa de la sección de Madrid. El subdirector al que informé lo consultó con el director y hablamos solo con el maquetador de las páginas y el responsable de fotografía. No nos planteamos realizar un video, ni tomar fotografías el día de su muerte. Nos parecía demasiado invasivo. Lo que iba a ocurrir sería un acontecimiento íntimo. Decidimos retratar a la mujer en su casa, semanas antes.
“Madeleine había sobrevivido a mil avatares. Escapó de los nazis en París, se casó casi adolescente para salir del orfanato y huyó del maltrato de su primer marido. Hasta Jacques Brel compuso una canción para ella”
Viajé dos veces en diciembre de 2006 para conocer a Madeleine. Incluso atenazada por la enfermedad, sola y recluida en un piso modesto de Alicante, derrochaba vitalidad y ganas. Amaba viajar —sus paredes estaban forradas de postales que sus amigos le enviaban desde cualquier punto del globo—, leer, los gatos y las plantas. Cocinó para el fotógrafo y para mí y nos despidió con el mejor paté que yo había probado jamás.
Fui consciente de que había comenzado la cuenta atrás de la vida de Madeleine mientras anotaba el primero de los inacabables capítulos de su vida, al mirar las fotografías en blanco y negro de aquella mujer aventurera que había sido bellísima. Desde muy pequeña supo sobrevivir a mil avatares, empezando por ocultarse bajo un asiento para escapar a los nazis en París. Se casó casi adolescente para salir del orfanato y hubo de huir del maltrato de su primer marido. Vivió el París de los garitos humeantes de Saint Germain y hasta Jacques Brel compuso una canción para ella. Había sido modelo de ropa interior y de peluquería.
Madeleine retenía una dignidad y una picardía que invitaba siempre a la conversación y a las risas. El afecto surgió en esa primera cita y aquello era una muy mala noticia para mí. Tenía por delante un trabajo ímprobo, necesitaba explorar los recovecos de su vida, preguntar mucho y escuchar más. Saber el por qué de su decisión. Con el segundo marido, el amor de su vida, montó un restaurante en Alicante. La muerte de este, que pedía constantemente acabar con sus sufrimientos, estaba en la base de sus deseos. No quería terminar como él.
Supe que debía fotografiar mentalmente su casa para conocerla más, grabar en mi cabeza su tono de voz, su acento francés, ese “fenomenal” con lo que definía casi todo. Debía empaparme tanto en ella como para escribir un libro. Para luego tener que despedirme, despedirla, un día fijado. El 12 de enero de 2007. Y eso sonaba devastador. No solo por asistir a una muerte por primera vez. Nuestro trabajo como periodistas consiste en bucear en los hechos y en las personas. La empatía funciona como una correa de transmisión que carga de verdad y emoción las historias. Pero para desplegarla hay que pagar un precio enorme.
El día que Madeleine fijó su muerte tenía sus razones. Y oírla desgranarlas resultaba durísimo. Me contó que no quería empañar la Navidad de su hijo —al que no comunicó su decisión, pensaba que no lo entendería— y sus nietos y además para esa fecha ya habrían ingresado su pensión. No quería dejar cargas. Moriría un viernes para que fuese hallado su cuerpo el sábado, día en el que su hijo estaría en casa.
Mis navidades fueron muy distintas. La cuenta atrás acrecentaba mi inquietud. Ya no vería a Madeleine hasta el 12 de enero, pero hablaba a menudo con ella por teléfono. Le dejaba mensajes en el contestador y me respondía cuando podía hablar. Despejaba dudas, preguntaba algún detalle. La proximidad, las risas, las confidencias, iban creciendo.
“Los periodistas nos anestesiamos anotando datos. Pero inevitablemente, las sensaciones arañan el cuaderno y los ojos de la persona que lo rellena. Yo me rompí cuando Madeleine me abrazó para despedirse”
Llegó aquel viernes de enero. Recuerdo el viaje en furgoneta con Fernando y otra mujer. El sol invernal iluminando el parabrisas y acompañando la que esta vez, sí, sería la auténtica cuenta atrás. Les confesé lo asustada que estaba. Temía desmoronarme. Cuando llegamos, Madeleine nos esperaba con vino y aperitivos. Una amiga, nerviosa, la acompañaba. Me regaló varios libros en francés, y un gato de porcelana.
Todo lo que pasó a continuación está documentado en el artículo que escribí. Los fotógrafos se protegen de la tragedia mirando a través del visor de la cámara. Los periodistas nos anestesiamos anotando datos, no olvidándonos de hacer posible la fidelidad a los hechos. Pero inevitablemente, las sensaciones arañan el cuaderno y los ojos de la persona que lo rellena. Yo me rompí cuando Madeleine me abrazó para despedirse.
De aquellas horas rememoro sobre todo imágenes. Luces y sombras. Luces. La de la bombilla mortecina de la cabecera de la cama de Madeleine cuando se acostó. Los faros que recorrían la avenida cuando ella dejó de respirar. Sombras. La penumbra que se desplegó cuando la mujer ya no estaba. La oscuridad que envolvió nuestra marcha, en silencio, bajando las escaleras.
No recuerdo cómo pude escribir aquella historia. Aún me lo pregunto. Sí que las páginas del periódico en las que lo hacía no estaban a la vista de nadie. Se volcaron en el supervisor del día de la publicación en el último momento, para sorpresa de todos. Los abogados del periódico me insistieron en que escribiese como si no hubiera estado allí, al lado de Madeleine. Como si alguien me lo hubiese contado. Me negué. Y hablé con el director, Javier Moreno, uno de los periodistas más valientes que conozco. Solo me hizo una pregunta: “¿Estás dispuesta a meterte en líos?”.
Con su fotografía en la primera página de El País y replicada después en los telediarios, Madeleine se hizo famosa después de morir. Yo era la primera periodista que había asistido al suicidio de una militante por la muerte digna. Las dos, sin ser conscientes, nos convertimos en pioneras en la lucha por el reconocimiento del derecho a la eutanasia, que se aprobaría 14 años después.
Una conocida locutora de una cadena católica pidió mi despido. Una editorial me propuso escribir un libro, pero no me sentí con fuerzas. El hijo de la mujer me llamó por teléfono. Había conseguido mi número a través de los mensajes en el contestador de Madeleine. Le consolé como pude asegurándole que su madre había tenido la mejor muerte posible. Él grabó la conversación y la difundió en un programa de televisión de máxima audiencia. También me denunció. Declaré que había estado presente durante la muerte de Madeleine y que impedir su suicidio habría sido contravenir sus deseos. El caso se archivó. En mi cabeza, la historia de Madeleine nunca pudo ser archivada.
En la imagen, Madeleine en un retrato del fotógrafo Ricardo Gutiérrez que ilustró la portada del diario El País el 17 de enero de 2007.
Artículo publicado originalmente en el número 92 de la revista de DMD.
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