La naturaleza de los cuidados y la muerte digna

Prensa DMDAsturias

Experiencia de una enfermera en la prestación de eutanasia

Desde muy temprana edad como enfermera fui consciente de que hay una línea que separa los conceptos de “cuidar” y “curar”. Algo que no viene en los manuales de anatomía y fisiopatología, pero que quienes nos enseñaban las primeras lecciones durante la carrera ya nos inculcaban con diligencia y acierto, pues sabían de su importancia. No obstante, esto es algo que no se ha de estudiar, sino comprender. Por eso, tardé un poco más en darme cuenta de su significado. Fue con el primer paciente que falleció estando yo en prácticas en una planta de hospital.

Cambiar la perspectiva profesional hacia el cuidado requiere mucha valentía y también una mayor exigencia: la curación implica que un proceso tiene un principio y también un final, conocer la respuesta y tener la capacidad de darla, en forma de tratamiento, y el poder resolver el malestar. Pero el cuidado es otra cosa. Cuidar implica entender los procesos de salud como un continuum, aceptar la variabilidad y la individualidad de quien se tiene delante, manejar la incertidumbre, reconocer los límites de la propia capacidad, ser consciente de nuestra vulnerabilidad y enfrentarse a situaciones que no siempre tendrán un buen final. Ciertamente, correr con el viento a favor resulta más fácil que encararlo, pero a lo que me dedicaría yo, de ahí en adelante, sería al cuidado, con o sin curación.

Acompañar a alguien que tiene un dolor o un sufrimiento desconsolado es, probablemente, lo más duro a lo que me enfrento como enfermera. Son situaciones hacen que me sienta impotente y frustrada. Pues no es fácil carecer de una frase que pueda reconfortar, no poder aportar una respuesta, no saber bien qué decir, ni tampoco qué hacer. Es algo que se torna verdaderamente complicado y, sin duda, en mayor o menor medida, supone un coste emocional.

No son pocas las veces que me he preguntado cómo será la vivencia para quien lo padece, si a mí, desde “fuera”, ya me resulta tan difícil de soportar.

¿Puede haber tanto sufrimiento o tanto dolor, que sea incompatible con la vida? ¿Puede perder sentido la vida? ¿Puede llegar un momento en el que no compense vivir? Si defendemos el derecho a una vida digna, ¿no es esto extensible a la muerte?

Creo que sí.

Estoy segura de que son reflexiones que muchos de nosotros nos hacemos, pero que rara vez se comparten. Más bien suelen silenciarse en el conjunto de la sociedad. Una evitación que, lejos de hacer que el problema se resuelva, contribuye a que se perpetúe. La Ley de la Eutanasia supuso un avance importante al reconocer un derecho que llevaba demasiados años acallado y siendo apartado de la realidad.

Al igual que ocurre con el resto de derechos, garantizar este también le compete al sistema. Esto que parece algo tan simple, entraña algo que es de vital importancia y que a mí me suele tranquilizar, y es que la atención se vuelve algo global e integral, no algo que se reduce a escala individual. Como en un sistema engranado, en la que cada pieza rueda en una dirección y a la vez contribuye a que la siguiente lo haga apoyándose en ella (y así sucesivamente), cuando se trata de un proyecto compartido, existe un mayor respaldo y más garantías que cuando todo depende de una sola pieza. A veces, el sentimiento de insularidad hace que quien actúa sufra más presión y asuma una mayor responsabilidad y más riesgos que las que debiera. Más en el contexto que nos rodea, con las problemáticas ya mencionadas, resulta necesario recalcar la existencia de este acuerdo social e institucional de forma que este apoyo sea palpable para los profesionales que participen, así como los pacientes y las familias.

A continuación relataré mi experiencia en la atención de una persona que solicitó la prestación de ayuda para morir, con ánimo de compartir, construir y ayudar a quien como yo, decida dar un paso adelante e integrar este cuidado como una parte más de sus funciones.

Cuando me solicitaron que diera respuesta a esta necesidad asistencial, no tuve dudas: me comprometí a hacerme cargo, dado que, para mí, tal y como entiendo el sentido del cuidado y de la vida, sabía que no me supondría un conflicto ético.

Mi participación no arrancó desde el inicio del proceso, sino que me incorporé un poco después, una vez que el médico responsable ya estaba realizando el seguimiento y conocía al paciente y a la familia. Como la base de todo trabajo de equipo es formarse y funcionar como tal, fue por aquí por donde empezamos: hablamos largo y tendido sobre el caso, y compartimos reflexiones, dudas y miedos.

Contactamos telefónicamente con el paciente y acordamos una primera visita conjunta.

La labor de una enfermera no siempre es visible ni reconocida, pero desde que entré en aquella habitación, vi que me observaba con atención y supe que él era tan consciente como yo de cuán importantes eran mis manos, mi destreza, y cuán necesaria mi función. No es fácil confiar en alguien, menos aún cuando uno se siente vulnerable. No obstante, pronto sentí su aceptación.

Del trato destacaría la amabilidad y la gratitud, tanto del paciente como de la familia. Como el médico ya los conocía de antemano, fue quien condujo la conversación y me introdujo, de forma que entré con rapidez a formar parte del proceso.

La sinceridad y la honestidad con la que se trataron cuestiones que consideraba íntimas y personales, de una forma tan cruda y real, sin tapujos ni medias tintas, me impactaron. Sin duda debían ser cosas que habían meditado mucho. Trataban de ayudarnos y de hacerlo más fácil. Al menos, así lo interpreté yo. No les faltaba razón, porque para poder adaptarse y formar un vínculo es fundamental el conocimiento mutuo y la flexibilidad tanto en lo práctico como en lo mental, por ambas partes.

Como con cualquier cosa que uno hace por primera vez, tenía cierta dosis de inseguridad y tensión por dentro. Una vez comprobado el sufrimiento de aquel hombre, que rogaba ayuda de forma explícita y reiterada, sentía el deber, ya no sólo como enfermera, sino también como parte de la sociedad, de responder y calmar aquella angustia. Quería cumplir bien mi papel y las expectativas puestas en mí como enfermera. Intenté guardar la compostura y transmitir seguridad.

Tanto en el proceso como en el día de la prestación, mis esfuerzos fueron encaminados a crear un clima tranquilo y familiar y a dejar suficiente espacio para que tanto el paciente como la familia sintieran libertad para expresar, comportarse y actuar de forma natural, siguiendo sus deseos e impulsos. No sólo se trata del “qué”, sino también del “cómo”, más en una cuestión tan delicada como esta.

Actué con calma y suavidad, sin hacer movimientos abruptos ni causar sobresaltos. Hablé con un tono bajo y dulce. Expliqué el proceso a la familia y también al paciente con claridad, de forma que todo fuera predecible y se entendiera bien el porqué de cada paso que daríamos. Confirmamos la hora y el día, hablamos del momento, de dónde nos situaríamos, por quiénes estaría acompañado, cómo quería despedirse y si quería o no ser consciente de cuándo se adormecería, entre otros.

La semana previa leí y repasé el procedimiento una y otra vez. Apunté los pasos en posits que pegaría en la mesa que utilizaría para dejar los fármacos para tener los nombres y la posología por escrito en una zona visible y accesible (por si en el último momento me entraban dudas). Repasé junto al médico los pasos que seguiríamos haciendo una lista con el material necesario para anteponernos a las necesidades y las contingencias que pudieran surgir, no sólo de cara al paciente, sino también a la familia, porque el afrontamiento de un suceso doloroso, como es la muerte de una persona querida, puede desencadenar problemas agudos o complicar el duelo, más cuando las circunstancias que lo rodean no son los habituales, como ocurría en este caso.

Llegó el día. Pensé con detenimiento desde qué ropa ponerme, hasta cómo recogerme el pelo. Trabajé con aparente normalidad por la mañana y al terminar la jornada habitual, acudí al encuentro con mi compañero. Repasamos los pasos de nuevo. Sólo hablamos de lo práctico. Ambos estábamos nerviosos, pero ninguno lo expresaba, probablemente por miedo a comprometer el movimiento de la siguiente pieza.

Cuando se acercó la hora, fuimos hasta la casa. Llegamos un cuarto de hora antes. Llamamos por teléfono. No queríamos importunar ni interrumpir. Pero no era así; nos estaban esperando.

Entramos en la habitación. Nos saludamos como habíamos hecho en anteriores ocasiones. Terminaron por despedirse antes de que nos instaláramos y preparáramos el material.

En lo técnico, lo que más me preocupaba era la canalización de la vía. Lo último que deseaba era causarle un daño innecesario y evitable en su último día, o ser incapaz de hacerlo bien. Pedí a la familia que nos dejaran a solas con el paciente para sentirme más tranquila. Tuve que esforzarme, pero, al final, hubo suerte.

El apoyo entre el médico y yo fue constante. Nos miramos con complicidad varias veces, buscando la aprobación del otro. En momentos así, es cuando uno es realmente consciente de lo importante que es hacer equipo, sentirse en consonancia e ir al unísono.

Volvieron a entrar las personas más allegadas. Se besaron, se abrazaron y se sentaron a los pies de la cama.

Avisé al paciente cuando iba a administrar el sedante, porque así lo quiso él. Entonces se despidió de todos, incluidos nosotros. Fue emotivo y conmovedor.

No surgieron dudas y tampoco hubo sorpresas. El proceso, la administración de la medicación y su efecto, fueron según el protocolo.

El paciente falleció en paz, rodeado de las personas que le querían y por dos profesionales que cuidaron de él hasta el último momento.

En el después, nos despedimos sin prisa de la familia. Nos agradecieron la atención. Se me escapó alguna lágrima que intenté reprimir sin éxito.

Sentí alivio y satisfacción una vez hubo terminado el proceso. Era mucha la tensión acumulada y la responsabilidad con la que cargamos a nuestras espaldas.

Comparte este artículo