A pesar de las dificultades iniciales, Josep Aparicio, de 66 años y enfermo de párkinson, consiguió su propósito de morir rodeado de los suyos, de forma serena y con completa dignidad. Un proceso en el que estuvo acompañado por su esposa, que escribe esta crónica de una larga despedida.
Por TERESA MARTÍ
El día que Josep me dijo que quería hablar conmigo, algo en mi interior me anunció lo que me iba a proponer. Hacía ya más de dos años que mi marido había empezado a sopesar la posibilidad de solicitar la eutanasia, pero siempre lo hacía en momentos de dificultad, durante un episodio de depresión (uno de los síntomas no motores del párkinson) o cuando había tenido algún incidente grave con alguna persona a consecuencia de su enfermedad. En aquellos momentos, yo le escuchaba sabiendo que al día siguiente seguiría viviendo su enfermedad con paciencia y con ganas de ir superando las dificultades. Pasaron los meses y los años hasta que llegó el día que me comunicó que había decidido poner fin a su vida.
Casualmente, yo había gestionado una cita con la trabajadora social del centro de atención primaria para añadir a nuestros documentos de voluntades anticipadas (los teníamos hechos desde el año 2016) que, llegado el momento, deseábamos acogernos a la eutanasia. Con esta intención fuimos a verla dos días después. Cuando lo comentamos, la trabajadora social nos dijo que ella recogía la petición, ya que nuestro médico de cabecera estaba de vacaciones, y que la transmitía al médico responsable de eutanasia del centro de atención primaria de Vic. Al día siguiente nos llamó para explicarnos que este le había comunicado que no era posible aplicar la ayuda a morir a Josep porque había leído en su historial médico que tenía una demencia asociada al párkinson.
Josep defendió que el tipo de demencia que sufría no le impedía decidir sobre su futuro y que, si no se lo permitían, iría a buscar otro médico o viajaría a otro país o, en el peor de los casos, intentaría acabar con su vida él mismo. Ante su determinación, el médico aceptó hacer unas pruebas con las que confirmar que Josep tenía realmente la capacidad cognitiva para tomar aquella decisión. El test dio un resultado que confirmaba que el incipiente deterioro cognitivo de Josep no le impedía decidir sobre su vida y, en consecuencia, solicitar la ayuda a morir. Josep, que había pasado dos días hundido ante la negativa inicial, expresó su liberación ante el médico, la trabajadora social y las dos enfermeras que nos acompañarían a lo largo de todo el proceso. Ese día, la complicidad entre los seis puso en marcha el camino hacia la eutanasia. Después de hablar con nuestra referente de la asociación DMD de Barcelona para explicarle la situación, fuimos a comer con nuestros hijos que, pasados los primeros días en los que lloraron abrazados a su padre, vivieron todo el proceso con nosotros. Saber que aquello era lo que su padre deseaba, les permitió compartirlo todo con serenidad y paz.
Convencido hasta el final
En la primera entrevista tras conocer el resultado de las pruebas, el médico le hizo a Josep una serie de preguntas para asegurar que estaba realmente seguro de lo que solicitaba. Josep respondió convencido y le habló de la Revolución francesa para acabar diciendo que él deseaba tener la misma libertad para decidir sobre el momento de finalizar su vida. Su carrera como historiador se había colado en la sala del médico para ayudarle a reivindicar esa libertad tan anhelada. A partir de ese momento, comenzó un periplo de tres meses en los que Josep firmó el primer documento y quince días después el segundo, con los que confirmaba su deseo de dejar de vivir. A lo largo de esos quince días, el médico hizo lo que la ley le obligaba: deliberar con Josep una decisión que sabía que él tenía tomada y que él mismo apoyaba, porque la Ley de Eutanasia está elaborada de manera que ofrece todas las garantías para asegurar que la persona que ha tomado la decisión lo hace totalmente convencida, sin ninguna coacción y en plena capacidad cognitiva para hacerlo. Una vez finalizado el periodo de deliberación y firmado el segundo documento, llegó el turno del médico consultor. En este caso, era imprescindible el informe de un neurólogo que apoyara o rechazara el informe favorable elaborado por el médico referente.
Durante el proceso, le preguntaron a Josep si quería morir en casa o en un hospital. Él dijo que en el Hospital Santa Creu de Vic porque es un centro acogedor y amable, y porque sus profesionales han sido pioneros en la aplicación de los cuidados paliativos. Sin embargo, cuando Josep propuso ser donante de órganos, tuvo que modificar su primera intención, ya que era necesario ir al hospital general para disponer de un quirófano. A partir de aquel momento, el equipo de coordinadores de trasplantes del Hospital Clínico de Barcelona se puso en marcha para organizar todo el proceso de donación.
La entrevista con el médico consultor fue larga y, de la misma manera que había hecho el referente de eutanasia, reconoció que el párkinson era incurable, que no tenía tratamiento y que iría avanzando al ser una enfermedad degenerativa. También le habló de otras opciones como ir a una residencia si el motivo para solicitar la eutanasia era liberar a la familia de la carga de cuidarle. Entonces el médico supo que, precisamente, esa era la línea roja que Josep siempre había dicho que no estaba dispuesto a atravesar en el proceso de su enfermedad: ir a una residencia. Esta explicación dejó al médico sin argumentos para modificar la decisión que Josep había tomado y nos comunicó que haría el informe favorable.

Josep Aparicio con su esposa Teresa Martí, autora de este artículo. Foto de Albert Llimós (EL 9 NOU)
Cuenta atrás para la despedida
Las semanas posteriores a la entrevista con el médico consultor las ocupamos recibiendo a amigos, vecinos, familia y antiguos compañeros de trabajo que querían despedirse de Josep. A todos los recibimos con una sonrisa, Josep el que más. Aunque la mayoría marchaba llorando tras el abrazo que se daban mutuamente, todos se iban con mucha paz. Muchos de ellos venían con el corazón encogido y hablaban de todo menos del motivo que los había traído a casa. En un momento u otro, Josep o yo misma sacábamos el tema y, después de unos segundos de silencio, todos, absolutamente todos, expresaban sus sentimientos. Algunos nos decían que ni siquiera sabían que existía esta ley y aún menos el documento de voluntades anticipadas. Muchos nos reconocieron que hablar de la muerte y más ante la persona que ha solicitado la ayuda para morir era muy difícil y que no lo habían hecho nunca, pero que les estaba resultando más fácil de lo que se habían imaginado. Este quizás fue el aspecto más bonito de todo el proceso, ofrecerles la posibilidad de despedirse de Josep y a él de despedirse de ellos, así como facilitar que pudieran expresar lo que su relación había supuesto en sus vidas y agradecerse mutuamente lo que habían compartido.
Nos anunciaron que el médico referente enviaba su informe junto con el del médico consultor a la Comisión de Garantía y Evaluación para que revisara todo el proceso y diera la autorización. Pasamos dos semanas esperando hasta que llegó la resolución definitiva. La comisión respondió entonces de forma favorable a la solicitud de Josep. Había llegado el difícil momento de poner fecha. Elegimos el 4 de octubre.
El momento de acompañarle al hospital era uno de los más temidos por mí y nuestros hijos. Es un viaje muy corto que hemos hecho infinidad de veces, pero hacerlo sabiendo que acompañas a un ser querido a morir hacía que tomara unas dimensiones inmensas. Cuando nos comunicaron que la extracción de los órganos precisaba que la intervención se hiciera a las dos de la tarde, el problema se agravó al pensar en la mañana que tendríamos que pasar antes de dirigirnos al hospital. Sin embargo, este hecho nos regaló la posibilidad de pasar las últimas horas los cuatro juntos hablando, riendo, llorando y recordando momentos que habíamos vivido juntos, hasta que llegó el instante de marchar. El camino al hospital fue entonces más fácil.
“Le cogimos de la mano y le dijimos, con la voz quebrada, que ya podía descansar. Él nos regaló su última sonrisa, cerró los ojos y se quedó dormido”
Allí nos esperaban algunos familiares y amigos que quisieron estar a nuestro lado. Josep los saludó y se volvió a despedir de cada uno de ellos. Una vez en la habitación se pudo despedir de la persona (ahora ya amiga) que le había cuidado y acompañado durante los últimos tres años, así como del equipo de coordinadores de trasplantes del Hospital Clínico que conoció días antes cuando nos visitaron en casa y quisieron despedirse de él y agradecerle su gesto. También se despidió del equipo referente de eutanasia que acudió a verle antes de entrar en el quirófano. La complicidad vivida durante todo el proceso hizo que aquel fuera uno de los momentos más emotivos.
Finalmente, llegó el difícil momento de despedirnos nosotros. Durante tres meses habíamos tenido conversaciones largas, momentos muy emocionantes, paseos y horas a solas en las que habíamos tenido tiempo de recordar, de compartir y de empezar a despedirnos. Había llegado el momento de dejar que se fuera, de darle la mano para acompañarle en ese último viaje. Y lo hicimos.
Le cogimos de la mano y nos dijimos, una vez más, que nos queríamos, y con la voz quebrada que ya podía descansar. Él nos regaló su última sonrisa, cerró los ojos y se quedó dormido. Un momento que nunca olvidaremos y que fue el inicio del final del dolor, de la imposibilidad de hacer las cosas de la vida cotidiana de forma autónoma, de necesitar que alguien le ayudara a vestirse y a comer. El final de no poder conducir ni ir en bicicleta (su querida bicicleta), el final a tener que caminar siempre con bastones para evitar caerse o que la caída fuera menos dolorosa. Acabar con una dependencia que le tenía encarcelado dentro de un cuerpo que ya no era el suyo. Abandonar la imposibilidad de pintar (su gran afición), de leer, de escribir, de ir al cine o al teatro. Terminar, en definitiva, con una vida que ya no deseaba, con la libertad de elegir el momento y la forma de hacerlo. Josep había elegido realizarlo de forma serena, en paz y con la máxima dignidad. Y lo consiguió.

Josep Aparicio abraza a sus cuidadoras. Foto de Marc Senyé (EL 9 NOU)
Artículo publicado originalmente en el número 93 de la revista de DMD.
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