MUERTE VOLUNTARIA: UNA CATEGORÍA PREJURÍDICA

Esther DiezEuskadi

Iñaki Olaizola
DMD/DHE Gasteiz
7 noviembre 2020

En la Jornada del Día Internacional de la Muerte Digna en 2018, en la Biblioteca Bidebarrieta de Bilbao, y luego en la Jornada de Donostia en 2019, en el Palacio de Miramar, tuve la oportunidad de contaros cómo en el debate acerca de ciertas cuestiones relacionadas con el Proceso de Morir se está consolidando la construcción de una identidad que, posiblemente, quienes participamos en DMD/DHE compartimos.

En Bilbao, con el título de MUERTE SOCIAL: LA CONSTRUCCIÓN DE UNA CATEGORÍA POSTERGADA, os hablé de algo que de manera reflexiva llamé MUERTE SOCIAL.

En Donostia, con el título de MUERTE VOLUNTARIA: ¡PENSAR Y REPENSAR! UNA PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA, os conté cosas que trataron de actualizar algunos soportes discursivos que pudieran contribuir a la construcción de una identidad que pudiera consolidar una manera, nuestra manera, de entender, asumir y practicar la Muerte Voluntaria.

Ahora, en 2020, en Gasteiz, se me ha dado la oportunidad de dirigirme nuevamente a las personas que formamos parte de DMD/DHE y, como veréis, vuelvo a la carga con una exposición cuyo nombre pretende hacer síntesis de mis dos anteriores intervenciones. Os hablaré, pues, de la Muerte Voluntaria, en la interpretación de que se trata de una Categoría Prejurídica.

Observaréis que la Muerte Voluntaria y la construcción de una Categoría Social que le dé contexto están íntimamente vinculadas en el propósito de mi discurso. Trataré, pues, de urdir una trama que muestre que la Muerte Voluntaria, una de cuyas expresiones diferenciadas es la Muerte Social, entre otras alternativas, encuentre su fundamentación en los albores del ordenamiento jurídico como una Categoría Social Prejurídica.

MUERTE VOLUNTARIA

De lejos me viene la inquietud por tratar de asignar nombre, de alcance amplio y universal, a un proceso vital: La Muerte Voluntaria.

Nunca he encontrado acomodo al identificar mis anhelos bajo el epígrafe de Muerte Digna. Y el comentario encierra ironía, pues la Asociación a la que pertenecemos, Derecho a Morir Dignamente/ Duintasunez Hiltzeko Eskubidea, así como la ocasión que nos convoca a este acto, y a los precedentes del 2018 y 2019, es, precisamente, para reivindicar el Día Internacional de la Muerte Digna. Todas y todos nos hemos iniciado en esta manera edificante de entender la muerte a través de reivindicarla para que fuera digna, pero posiblemente convenga adecuar en mayor medida la utilización de este término, excesivamente polisémico, por cuanto que faculta a ideologías muy diferenciadas utilizar la referencia a la dignidad, con significados claramente opuestos.

Me he sentido incómodo con esta manera de definir, por ejemplo, a esas tres maneras parecidas, aunque muy diferentes en rasgos importantes, que son: EUTANASIA, SUICIDIO ASISTIDO, o SEDACIÓN CLINICA. He observado que cuando el debate se cernía en el ámbito de la Muerte Digna, no sabíamos con certeza de qué estábamos hablando. Por el contrario, en cuantas ocasiones se me ha presentado la ocasión de hablar de la Muerte Voluntaria, he sentido una atmósfera de identidad, de consenso, que me ha hecho suponer una comunión que nos agrupaba, que nos hacía partícipes de un discurso compartido. Tengo, pues, para mí, la idea de que persistir en la idea de que la voluntad de morir es la parte más sustantiva del debate de lo que algunos y algunas llaman, llamamos todavía, Muerte Digna.

Como consecuencia de esta reflexión huelga decir que la voluntariedad del acto por el que decidimos poner fin a nuestra vida, en consonancia con nuestra biografía, es el elemento sustancial en el debate acerca de estas cuestiones. Con la nostalgia del recuerdo de la investigación que realicé hace ya más de diez años, comentaré que en la redacción de mi Tesis cito en numerosas ocasiones la expresión Muerte Voluntaria, entendida como una denominación genérica de la que pueden derivarse las aplicaciones de eutanasia, suicidio asistido o sedación terminal.

Observaréis que con esta manera tan explícita de hacer referencia a la Muerte Voluntaria estoy tratando de alertar de la peligrosa táctica invasiva de sobreactuar en la limitación de la voluntariedad del acto, y de someterla a tantas restricciones bajo el control de los estamentos del Poder, que todavía muestran un interés excesivo en tutelar y en reprimir el pensamiento crítico y la práctica del Derecho a Morir, de un Derecho Humano, derecho que yo siempre he considerado como el mismo Derecho a la Vida.

He anticipado la propensión de que desde el PODER se tienda a limitar el ejercicio de una práctica secular, en el ejercicio de la Muerte Voluntaria. Como muestra, y sin tratar de profundizar en mayor medida, anticiparé que gran parte del discurso Institucional en el proceso de establecer una Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (Actualmente, noviembre de 2020, en fase de tramitación como Proposición de Ley), persigue el objetivo de mermar, e incluso ignorar a efectos prácticos, el respeto a la voluntad de una persona que, en pleno uso de razón, y de manera reiterada a lo largo de su biografía, ha manifestado su deseo de morir. De este modo, con el propósito de limitar el ejercicio de la Muerte Voluntaria, están incidiendo en el empeño de direccionar la muerte de las personas según el modelo de «La Muerte del Otro», un modelo contrapuesto a la «Muerte Propia»[1]que tratamos de beneficiar.

Esta actitud de subordinar la voluntad de la persona al juicio de tantas y tantas comisiones de control ajenas a esa persona, notoria en tantos y tantos Anteproyectos y Proyecto de Ley que circulan, me lleva a anticipar el déficit democrático de esta posible Ley, por cuanto que conculca el deseo de muchas personas a desarrollar su Proceso de Morir con las pautas que caracterizan a «La Muerte Propia», que, de manera simplificada incorpora la gobernanza del proceso, la gestión del mismo, según las propias convicciones.

Frente a esta actitud, frente a esta propensión a subordinar excesivamente la voluntad de una persona a tantos y tantos comités de evaluación, considero que, como lo hice en la reunión que celebramos el año pasado en Donostia, la posible Ley de Eutanasia satisfará los postulados democráticos si permite ejercitar el Derecho a la Muerte Voluntaria -y citaré simplemente algunos ejemplos-: a personas en situación declarada de Alzheimer o cuando esté afectada por un proceso de ELA u otro proceso similar; o cuando el interés por seguir vivo o viva se extingue, y el durar un día más se torna en sufrimiento; o cuando una persona está en situación de Muerte Social; o cuando una persona está en una situación de deterioro tal, que, previamente, a través de su Testamento Vital, por ejemplo, ha considerado que la vida que lleva no es compatible para el desarrollo de su personalidad, en base al sufrimiento que pudieran derivar a las personas queridas, debido a la imperiosa necesidad de ayuda externa que, debido a su situación de su envejecimiento y/o de dependencia necesitan, pero que agreden seriamente su idea de dignidad y autonomía; o cuando una persona aquejada de una enfermedad terminal no quiere realizar un recorrido de dolor y sufrimiento que, posiblemente termine en fracaso o en merma notoria de su calidad de vida; o también, y sigo simplemente con algunos ejemplos,  cuando esto mismo sucede a una persona que no ha ejercido esta cautela en su Testamento Vital, por distracción, por aturdimiento, por dejarlo para mañana, etcétera. En este último supuesto, ¿hay que dejar en total desamparo, sin que nadie ejerza la Tutela que todos nosotros y nosotras desearíamos en una tal situación?

Recordar a estas alturas que la muerte es un acto de vida debería ser innecesario, pues solamente en las personas que delegan su pensamiento en actos de fe podría caber el recelo a este planteamiento y, ya lo hemos anticipado, en ellas residiría la opción de persistir en esas creencias, sin que esta actitud sea una cuestión de mérito que les faculte a condicionar, por la fuerza, por la sanción, por la condena, las prácticas de quienes postulamos, desde la inmanencia, por el respeto a nuestra propia identidad, a nuestro libre albedrío, a actuar según nuestras propias convicciones.

En el ámbito de las maneras tradicionales de ejercitar la Muerte Voluntaria, la sedación clínica, la eutanasia y el suicidio asistido han sido las alternativas posibles. Efectivamente, la práctica de cualquiera de las tres maneras de ejercer la Muerte Voluntaria requiere la voluntariedad del acto. Una aplicación de la eutanasia, por ejemplo, que no contara con la aceptación voluntaria de la persona a quien se le aplica, sería, con total evidencia, un asesinato, o, en determinadas circunstancias, un homicidio. Igualmente sucedería en el caso de una Sedación Clínica, práctica que requiere, inexcusablemente, la aceptación de la persona en trance de muerte. Y en relación con el suicidio asistido, de siempre hemos sabido que la legitimidad de la prestación de asistencia está siempre vinculada a la petición expresa de quien quiere suicidarse. De otro modo, las tres prácticas serían desviaciones del sano propósito de ejercitar la Muerte Voluntaria.

Pero no supongamos que el requisito de voluntariedad de la práctica de la Muerte Voluntaria iguala estas tres prácticas. Hay diferencias notorias, por cuanto que, en el suicidio asistido y en la eutanasia, la voluntad es el presupuesto netamente motor de la práctica, mientras que en el caso del ejercicio de la sedación paliativa terminal la iniciativa surge, prácticamente en la totalidad de los casos, del personal sanitario que cuida a esa persona, y esa persona, siempre en situación muy deteriorada, o quien la representa legalmente, asiente, porque en la mayoría de los supuestos, ni siquiera tiene el vigor necesario para oponerse o debatir otras alternativas.

Esta distinción es de excepcional importancia, y se constata que la aplicación de la sedación terminal se realiza solamente cuando sobrevienen causas que provocan excesivo dolor, más que sufrimiento, y excluye del ejercicio de la práctica a las personas que, sin ser enfermas o enfermos terminales, por razones que guardan mayor relación con el sufrimiento que con el dolor, desean morir, porque saben diferenciar bien que no es lo mismo vivir que estar vivo.

Soy consciente de que un tema de tal envergadura, la Muerte Voluntaria, requiere mayor concreción, pero la dificultad de concretarla en ningún caso debiera ser causa de inacción para desarrollar esta práctica, cuestión, ésta, que ha sido una de las principales causas del inexistente desarrollo normativo de la misma.

Incluso, en relación con la manera en que morimos, cuando se nos conculcan Derechos Humanos, quiero destacar el sufrimiento añadido que incorpora el hecho de que, en Euskal Herria, en muchas instituciones, públicas o privadas, resulta imposible morir en EUSKARA, esto es, acompañado por personal sanitario que posibilite a una persona a morir en la atmósfera que prestan las palabras tiernas, afectuosas, goxuas de la despedida, en la lengua propia, en la lengua en que esas personas han vivido y desearían morir.

No. La muerte no nos iguala, pues la práctica social y jurídica penaliza y discrimina a las personas que han construido su vida con premisas de mayor rebeldía para con el Poder; que ansían el control de los aspectos íntimos de sus vidas; que centran en sí mismas la capacidad de ejercitar su vida y su muerte, su Muerte Propia.

Para subsanarlo, siquiera en parte, siento que constituye un deber cívico aplicar la norma básica de la empatía, que incorpora el principio de desearles lo mismo que para nosotras y nosotros quisiéramos. Y en este colectivo incluyo, como no, el caso de tantas niñas y niños a quienes la Sociedad (La Política) condena a tan grandes sufrimientos.

No obstante, tras comentar y reflexionar acerca de algunas de las motivaciones para entender como legítimo el Derecho a la Muerte Voluntaria, en concordancia con el modo biográfico de cada persona, quiero dedicar tres comentarios a quienes no ven esta cuestión de manera tan favorable.

El primero va dirigido a esas personas que, incluso entendiendo el respeto a la autonomía de las personas para decidir acerca de sus actos de vida, consideran que el reconocimiento explícito de este Derecho Humano podría acarrear otra suerte de daños.

A este respecto, al recordar a mi admirado experto en estas cuestiones, Víctor Méndez[2], no puedo obviar el impedimento que él argumenta al suponer que en nuestra interacción social con personas muy incrustadas en nuestro quehacer diario surge un vínculo, una especie de «Contrato Social», que podría impedir o limitar el ejercicio del derecho a la Muerte Voluntaria cuando, como consecuencia de ella, se pudieran producir perjuicios importantes para esas personas íntimas de su contexto social. El tema, además, al ser planteado por Méndez, tiene su enjundia y merece le dediquemos una reflexión añadida.

Antes de comentar la idea expuesta por Méndez, añadiré que existe un relativo consenso al decir que hay muertes que «tocan» y que hay muertes que «no-tocan». De hecho, podría suceder que, a juicio de otros, se pueda suponer que una muerte «no-toca» cuando la misma sobreviene a una persona no mordida, todavía, por la enfermedad terminal, o cuando hay, aunque mínima, alguna esperanza de recuperación, o, también, cuando el sufrimiento que origina la dependencia mueve a esa persona a desear su muerte.

Efectivamente, la muerte de una persona cuando «no-toca», produce, puede producir, un daño notorio en la persona amada, o vinculada por necesidad extrema de cuidados o de acompañamiento, pero ambas circunstancias, considero, forman parte del ámbito de deliberación que, respecto a su «Muerte Propia» realizan todas o casi todas las personas. En cualquier caso, parece razonable suponer que la reflexión en torno a este debate, que he asimilado a un Contrato Social, ha sido tenido en cuenta por el actor de su Muerte Propia, y esta consideración debería prevalecer frente a cualquier otra. De hecho, conviene recordarlo, son muchas las personas que, debido al compromiso que asumen de cuidar a otra persona se sienten desposeídas de su Derecho a Morir, al evaluar el perjuicio que su muerte podría ocasionar en la persona amada o cuidada. Son, pues, personas que no tienen permiso para morir, y que se sienten obligadas a vivir una vida que no desean, en cumplimiento generoso de un compromiso de cuidar o de amar, compromiso que, en muchas ocasiones, es asumido principalmente por más mujeres que hombres.

El segundo comentario concierne a esas personas que, también desde posicionamientos de inmanencia, desde postulados de respeto al pleno ejercicio de la autonomía y de la identidad, objetan reparos a la propuesta de cambios importantes en las prácticas que han pervivido muchos, muchísimos años. Son personas que consideran que la muerte encardinada en el marco legal actual es el resultado de lo que podríamos llamar un «Orden Espontáneo», algo que el tiempo y la tradición avalan como válido, como algo que deberíamos respetar, porque el no-respeto a los órdenes especiales, los cambios que se pudieran introducir, podrían traer nefastas consecuencias.

A este respecto, deberíamos matizar esta perspectiva al recordar que el modelo de muerte actual, principalmente «La Muerte del Otro»,  que es como con mayor precisión nos debiéramos referir a ella, es el resultado de cambios sociales que, impulsados desde el Poder, principalmente desde la religión, han regulado la muerte acorde a sus propios intereses, imponiendo discursos y prácticas que anularon posicionamientos anteriores que eran más respetuosos con la voluntad de las personas cuando querían ser sujetos activos de su Muerte Propia, o, incluso, cuando como en Tiempos anteriores la muerte estaba «Domesticada», según describe P. Ariès.

Finalmente, y es el tercer comentario, el reconocimiento del Derecho a la Muerte Voluntaria no obliga a nadie. Es un Derecho que posibilita el ejercicio de la misma, pero que, en ningún caso, violenta el derecho de todas las personas a ejercitar, en relación con su muerte, su propia ideología. Esta perspectiva muestra el desequilibrio de ambas posiciones pues al respeto con que los partidarios del reconocimiento del Derecho a la Muerte Voluntaria, y al ejercicio voluntario de esta práctica, se opone la sanción y el castigo, incluso la cárcel, que propugnan y ejercitan quienes no reconocen este Derecho Humano.

Ahora, al tratar de ahondar en algunas de las razones que motivan la beligerancia de las personas o grupos que coartan el ejercicio de la Muerte Voluntaria a tantas y tantas personas que para sí mismas y para quienes así lo deseen, vamos a tomar en consideración algunas de sus posibles motivaciones.

Posiblemente, un déficit estructural en el planteamiento acerca del reconocimiento al derecho a la Muerte Voluntaria consiste en la negativa a analizar cuál es la calidad de la muerte actualmente; en conocer cómo se muere actualmente. Esta reflexión podría, sin duda, ayudarnos a conocer el presente y podría, además, contribuir al desarrollo de nuevas maneras de mejorar la calidad de la muerte, pues, sin riesgo a exageración alguna, podemos afirmar que en nuestra Sociedad la calidad de la muerte es mala. Sin que sirva de escarnio para quienes por pobreza u otras causas viven realmente mal, «somos una Sociedad que vivimos bien pero que morimos mal».

Siguiendo con las supuestas motivaciones de quienes muestran beligerancia al Derecho a la Muerte Voluntaria, de siempre es conocido el hecho de que para algunas personas los procesos históricos son como son, y punto…, pero resulta evidente imaginar, y esto compete a personas más reflexivas, que dichos procesos bien pudieron haber sido de manera diferente. Esto es muy importante, porque plantea el carácter dialéctico de los hechos históricos; aborda el análisis de las estrategias y el poder de los entes hegemónicos que participaron en tales diatribas.

Procesos en parte similares a este debate, en los que urge el cambio, porque la situación presente no es buena, se han dado y se están dando en muchos otros procesos de la vida. Al hacerlo, en muchos de estos procesos se da un choque entre quienes impulsan pautas de liberalización y quienes consideran estar ya en el mejor de los escenarios y toman arraigo en posturas inmovilistas, de mantenimiento en la actitud de dejar las cosas como están.

Siguiendo con esta dualidad dialéctica, en la mayoría de los casos que he analizado -en general todos ellos con un trasfondo económico importante-, he apreciado la existencia de un Lobby que refuerza y hace presión para la salvaguarda de los supuestos derechos tradicionales, porque con esta actitud preservan bien sus intereses que en un caso pueden ser solamente económicos, pero también ideológicos, de mantenimiento del poder que la situación, sin cambios, les brinda.

En el caso del derecho a la práctica de la Muerte Voluntaria no resulta difícil identificar a las personas o grupos a quienes el inmovilismo favorece. De hecho, son ingentes los esfuerzos de Iglesia y Estado en perpetuarlos, porque ambos entes de poder salvaguardan mejor sus intereses.

Sí, aunque desde distintas perspectivas, Iglesia y Estado están confabulados históricamente en perpetuar esta situación de controlar la muerte, aunque las razones pudieran ser diferentes.

En relación con la primera, de sobra es conocido que la Iglesia ha hecho de la muerte su gran especialidad. Parte importante del control que ejercen y de sus finanzas han tenido en la muerte su mayor colaborador. No voy a insistir en algo que es tan obvio y que he tratado con mayor profusión en otros textos, solamente diré que las estrategias que la Iglesia ha utilizado, y que con mayor sutileza utiliza todavía, tienen en el miedo que instauran su mayor aliado. Miedo que han utilizado con excesivo rigor, contribuyendo, intencionadamente, a la construcción de un pánico a la muerte, porque la promesa del cielo, que ellos mismos otorgaban o negaban, promesa ilusoria decía Victor Hugo, solamente era alcanzable por una parte muy reducida de la cristiandad, ya que el pecado, decían, estaba muy extendido. Negar que el miedo, el pavor y el pánico que producían no está relacionado con las finanzas de la Iglesia es un error que solamente puede ser ignorado con maleficencia. Y esta situación, queridas lectoras o lectores de este texto, ocasionaba y ocasiona una muerte de muy mala calidad, y se mantiene, aunque con mayor sutileza.

En relación con el Estado, el trasfondo es similar. El control de la muerte otorga poder a quien tiene capacidad (el BOE) para reglamentarla. De hecho, sin remontarnos a aquellos tiempos en que el Estado (y la Iglesia también) penalizaba cruelmente al suicida -porque burlaba el derecho del soberano-, con la requisa de sus bienes y/o la degradación social y económica de toda la familia, todavía el Estado ejerce violencia contra el suicida, negándole el acceso a la tecnología que mejor garantiza la muerte por suicidio, y castigando a quien con legitimidad ayuda al suicida a ejercitar la práctica de su Muerte Voluntaria.

Es cierto que mientras que la Iglesia mantiene toda su crudeza en la represión de la Muerte Voluntaria, el Estado ha suavizado, en parte, su discurso, alegando que el cambio está entre sus intereses preferentes. Posiblemente será verdad, pero no es menos cierto que estos mismos agentes del poder no han propiciado el cambio cuando recientemente lo han podido realizar, porque en los albores del 2000 tenían mayoría suficiente para hacerlo, y no lo hicieron. Entonces, como siempre, domesticaron la práctica de un Derecho que decían defender, al interés electoral que les era más primordial.

Pero existen maneras todavía más sutiles de ejercitar el Poder, el control de amplios estamentos sociales. En este sentido, existen grupos notorios en diferentes colectivos que, en relación con el ámbito sanitario o con la abogacía, y son solamente dos ejemplos, promueven iniciativas en contra del ejercicio de la Muerte Voluntaria. A los abogados podríamos recordarles que su debate, tal como lo plantean, no está posicionado en el rigor que requiere su profesión, sino que se inspira en esa idea previa, plenamente ideologizada, que dicta la Iglesia. Su actividad principal no se instaura en argüir razones de un mejor Derecho, sino que persiguen y tratan de castigar el pensamiento y la identidad de quienes no piensan como ellas y ellos. De sobra son conocidas las actuaciones de colectivos de abogados o de juristas que se identifican como cristianos…

A parte sensible de la profesión médica, pero principalmente a algunos Colegios Médicos, convendría recordarles que, cuando se niegan a prestar ayuda en el ejercicio de la Muerte Voluntaria, están asumiendo un rol que no les compete. Ignoran que la muerte es parte de un proceso civil, y que, cuando una persona que ellos tratan declara con firmeza que desea morir, no se trata ya de un asunto que compete al ámbito de la salud, sino al ejercicio pleno del desarrollo de la identidad de esa persona.

Muchas personas buscarán alivio, consuelo y acompañamiento en el personal sanitario, pero serán muchas también las que desearían ejercitar su Muerte Propia en un contexto no-medicalizado, en una atmósfera de recogimiento en un entorno cálido de personas queridas que le muestren amor, si es posible, o empatía cuando menos. Y en esa situación, cuando nadie está interesado en el juicio ético del médico o la médica que le atiende, pues no es su cometido específico, el equipo médico debe poner a disposición de esa persona el conocimiento tecnológico necesario para que esa muerte cumpla los estándares de una Muerte de Calidad.

Podríamos ampliar esta reflexión al recordar que la Sociedad ha delegado en la profesión médica el control de todo el arsenal farmacológico en aras a lograr la utilización más eficaz del mismo, y no para que lo aplique conforme a ideologías inspiradas en postulados de religión, o, en ocasiones del interés que los lobbys farmacéuticos impulsan. Finalmente, me gustaría volver a repetir que la muerte, en determinadas circunstancias, no es un proceso que compete al ámbito de la salud, y que, como consecuencia, no debieran tratar de imponer sus criterios ideológicos a las personas que, con voluntad firme y sin patologías inhabilitantes, manifiestan su deseo de ejercitar su Derecho a su Muerte Voluntaria, y que consideren también que, de ninguna manera, su voluntad debe prevalecer frente a la voluntad de esas personas.

Estas actitudes que desde determinados colectivos de profesionales tratan de imponer sus creencias además de sus conocimientos específicos podrían tener origen en una añoranza de los hechos del pasado. En este sentido, y el comentario que viene lo sitúo en el marco de las conjeturas antropológicas, esta actitud bien pudiera ser una reminiscencia de un pasado que sacralizó, tal vez excesivamente, las atribuciones de distintos colectivos profesionales, cuando esos colectivos eran considerados como un estamento privilegiado y, consecuentemente, tutelador de la Sociedad.

Llegados a este punto, considero oportuno apuntar dos comentarios que considero oportuno recalcar dos tendencias que aprecio positivamente.

Por un lado, aprecio el vigor de la Sociedad al profundizar en un proceso de laicidad que modificará y amainará el ejercicio del Poder de la Iglesia. En segundo lugar, creo no exagerar al suponer que la tecnología desbancará el control ideológico sobre ciertos fármacos que actualmente se administran desde la ideología y no desde el respeto a la libertad de las personas.

Podría suceder que el comentario que viene a continuación se pudiera considerar como no-oportuno, aunque de hecho va dirigido a toda la Sociedad, pero quiero decir que al hablar de estas cosas me ha surgido el deseo de recordar que precisamente el cine ha sido una de las artes que con mayor maestría ha sabido profundizar en este debate. Al recordar y recomendar algunas películas[3] creo estar reconociendo la valiosa aportación que el cine ha realizado en el debate de la Muerte Voluntaria.

Como colofón diré que el cambio no vendrá por sí solo. Si viene, y vendrá, será a consecuencia del activismo de las personas que deseamos el cambio.

 

UNA CUESTIÓN PREJURÍDICA

Tal vez resulte oportuno matizar que apelar a una categoría prejurídica no supone forzosamente el desacato a la norma jurídica, sino la llamada a un proceso irrenunciable de amejoramiento del entramado jurídico en el empeño de construir una Sociedad cada vez más justa, más sensible a la demanda social y a la toma en consideración del dolor, el sufrimiento, la exclusión, la discriminación, el pleno ejercicio de la personalidad, la ausencia de tutela eficaz, etcétera.

De hecho, el propio texto de la Proposición de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia, en el primer párrafo de su exposición de motivos, anticipa que «La presente ley pretende dar una respuesta jurídica, sistemática, equilibrada y garantista, a una demanda sostenida de la sociedad actual como es la eutanasia», y el reconocimiento implícito de este déficit jurídico no debiera sorprendernos en exceso, pues, simultáneamente, supone el reconocimiento de los antecedentes de una legitimación social, de las representaciones y de las prácticas que, antes de las nuevas leyes, se han realizado y se realizan en relación con la Muerte Voluntaria.

De sobra es conocido, y está recogido prácticamente en todos los textos constitucionales, que la Justicia emana del Pueblo. Resulta innegable, pues, que el Pueblo (nosotros en este trabajo diremos la Sociedad), tiene el irrenunciable derecho a ejercitar el desarrollo de la Justicia en cuantos ámbitos de la vida social que discriminen, tanto a la sociedad en general, como, de manera más específica, a determinados colectivos especiales.

Apelo, pues, al Derecho irrenunciable de ejercitar el fomento de la Justicia para insistir en el carácter prejurídico de muchos valores, representaciones y prácticas. Nosotros, nosotras, las personas que reclamamos la «Libertad» o el «Derecho» para ejercitar la Muerte Voluntaria, en tanto que estamento «discriminado», que lo somos, tenemos el derecho a una protección específica, que nos iguale en derechos, y que practique la solidaridad con quien sufre. Y esto no es una simple quimera.

De otra manera, al reflexionar acerca del potencial transformador del activismo en asuntos que en un tiempo fueron prejurídicos, me viene el recuerdo de aquellas épocas, algunas lejanas y otras ciertamente actuales, en que el derecho a la igualdad estaba y está discriminado en asuntos que guardan relación con las oportunidades de acceso a la salud, a la educación, a la desigualdad injusta en derechos entre hombres y mujeres, al aborto, al divorcio, etcétera. Todo esto sucedía/sucede, en aquellas y esta época en que colectivos importantes eran no-considerados, o, incluso, hostigados con extrema crudeza. En esta situación, el activismo y el compromiso social produjeron un poder transformador en la Sociedad para la conquista y el ejercicio de estos bienes tan preciados.

Insistir en el sentir prejurídico del Derecho a la Muerte Voluntaria muestra la existencia de una laguna jurisdiccional cuyo desarrollo legislativo apenas colisionaría, además, con la estructura fundamental del Ordenamiento Jurídico vigente. Es, pues, una cuestión ideológica más que jurídica

Efectivamente, la conculcación del Derecho Humano a la Muerte Voluntaria encuentra uno de sus soportes fundamentales en la ideología de quienes desean imponer su credo. Es la ideología la que de manera fáctica conculca este Derecho, y es desde la jerarquía de la Iglesia y desde su penetración en el ámbito del Poder, desde donde se persigue a quienes practican este Derecho.

Insistir en que el debate es ideológico más que jurídico tiene su importancia, pues conviene recordar que, según se desprende de los comentarios que citaré a continuación, la Muerte Voluntaria está amparada, además, en la propia Constitución. A este respecto, añadiré que, incluso si no lo estuviera, habría que persistir en el empeño, pues, como destacan numerosos autores que promueven posicionamientos democráticos: «Ya no es desde la Constitución desde donde se puede mirar la realidad, sino que es desde la realidad desde donde es preciso mirar a la Constitución[4]».

No es lugar este para recopilar testimonios de juristas que avalan el carácter Constitucional del derecho a ejercitar la Muerte Voluntaria; apuntaré solamente tres breves comentarios:

  • El primero, la reflexión de muchos juristas[5]: «Desde mi punto de vista, no hay dificultad en admitir el tema de la eutanasia pues la Constitución Española sólo protege la vida digna y no cualquier vida.»
  • La Proposición de Ley actualmente en fase de Debate en el Parlamento español, no considera necesario cambiar la Constitución; sí en cambio el artículo 143 del C.P., y este cambio no debiera ser óbice importante.
  • Y, en tercer lugar, recordar que el Código Penal español comete una irregularidad manifiesta al castigar la ayuda al ejercicio de una práctica no penalizada, porque efectivamente en su artículo 143 penaliza la ayuda que se da a una persona para que pueda ejercitar su Muerte voluntaria -en este caso, suicidio-, que, ciertamente, no está penalizado.

Persistir en el deseo de impulsar el ejercicio de la Muerte Voluntaria como un derecho prejurídico no puede considerarse como una estrategia para delinquir. Muy al contrario, en el trabajo de campo que he realizado a lo largo de estos últimos años he podido adentrarme en la versión intimista que, en relación con el Derecho a la Muerte Voluntaria, tienen muchas o algunas de las personas que he entrevistado.

Así, en la Sociedad Civil, he encontrado que, en el ámbito sanitario, en relación con la motivación que ha podido impulsar a determinadas personas a comprometerse por la lucha del ejercicio de este derecho, algunas de ellas han afianzado su compromiso de mejorar la calidad de la muerte al ser testigos de la mala calidad de la misma en ciertos colectivos que, como las enfermas y enfermos del SIDA, por ejemplo, no tuvieron acceso a un reconocimiento social e incluso familiar, ni a las ayudas asistenciales que necesitaban. Aprendieron que sí, que era posible mejorar la calidad de la muerte de esas personas desde esa perspectiva prejurídica que les impulsaba a prestar asistencia técnica a las personas y familias que se lo pedían…; desde el reconocimiento, no incorporado todavía al marco jurídico, del Derecho a la Muerte Voluntaria.

He verificado también que este compromiso transciende claramente el ámbito individual y profesional, y que se enmarca en la configuración de una persona sensible a la dimensión social de la manera en que actualmente se muere. Debido a ello, desde posicionamientos agnósticos en muchas ocasiones, muchas personas han impulsado y apoyan iniciativas sociales a favor de la eutanasia, y contribuyen a enriquecer y esclarecer el debate en torno a la diferencia de significado de los conceptos de suicidio asistido, eutanasia y sedación, que se debaten bajo una tupida red de ocultismo, falta de sinceridad y con tapujos ético-morales adulterados. Tal vez, puesto que he apuntado el hecho de que muchas personas apoyan el derecho al ejercicio de la Muerte Voluntaria, este sea el momento de decir que, incluso sin ser multitud, los Derechos Humanos no pueden ser conculcados en nombre de una mayoría; que bastaría con que una sola persona lo demandara para que nadie pudiera invadir el ámbito de su Libertad o Derecho, y, consecuentemente, la Sociedad debería custodiarle.

He constatado, también, que hay más mujeres que hombres comprometidas en el debate y en el ejercicio práctico del Derecho a la Muerte Voluntaria, pero que, sin embargo, es similar el número de mujeres y de hombres que se interesan activamente en ejercitar su derecho a la Muerte Voluntaria.

También he hallado que hay un practicismo notorio en la búsqueda de la solución efectiva y real de la Muerte Voluntaria. Así, he recogido el testimonio de quienes manifiestan que, aunque entienden perfectamente la diferencia entre sedación y eutanasia, por ejemplo, optan por ser prácticos y acomodan sus esfuerzos al objeto de conseguir para sí la sedación médica terminal, tratando de lograr una mejor calidad de su muerte en un contexto en el que la práctica de la eutanasia está prohibida y penalizada. Incluso, creo haber encontrado que este practicismo iguala a las personas que, en situación delicada, demandan la aplicación práctica de la Muerte Voluntaria con independencia de su posicionamiento ideológico previo. Anticipo, ya, la capacidad de algunas personas de vivir permanentemente en situación de Disonancia Cognitiva.

Finalmente, he verificado que hay muchos médicos y médicas que dicen: ¡a mí me parece bien, porque lo que viene ahora es lo peor!, pero no sienten la obligación de satisfacer el anhelo, el derecho, de esa persona en ese trance. En determinados sectores de profesionales del ámbito sanitario hay una falta de reflexión dolosa. Así, con relativa frecuencia surgen quienes manifiestan tener un compromiso de salvar vidas; que han hecho un juramento -que nunca ha hecho nadie porque el juramento hipocrático es un símbolo, y no una realidad que realicen las médicas y los médicos-. Por el contrario, son también frecuentes las actitudes profesionales que dedican un compromiso con el ejercicio de la Muerte Voluntaria.

Conviene además recordar que, al reflexionar acerca del contexto en que la Muerte Voluntaria podría ejercitarse, la «Muerte Biológica» no es la única manera de entenderla. En tanto que seres racionales y sociales debemos considerar que la falta de interacción social, la «Muerte Social» (de esto hablaremos más adelante), la vida carente de Felicidad entendida ésta como un proceso cognitivo, claro está, pueden también influir en la configuración del marco en que la muerte, biológica en este caso, se puede contextualizar.

Pero al reflexionar acerca de las motivaciones que nos predisponen a un compromiso prejurídico con la Muerte Voluntaria, y al tratar de perfilar el establecimiento de los límites para el ejercicio de este Derecho, la cuestión que más ha acaparado mi atención guarda relación con la «Tutela Judicial» de tantas y tantas personas que, de hecho, no están habilitadas para formular un acto de voluntad, porque se encuentran, ya, muy deterioradas, o son niñas y muchos niños, que nunca han podido ejercitar actos de voluntad, y que teniendo potencialidad para hacerlo, no están, todavía, plenamente capacitados.

Soy consciente de la enorme dificultad que entraña el desarrollo casuístico de esta problemática, lo cual me lleva a recordar la falsedad de ese postulado que presupone que la muerte nos iguala a todas las personas. Refuto este antiguo dicho popular, pues cada vez son más y más las personas que contradicen este apunte de raigambre religiosa que pretende decir que, con la muerte, todas y todos salimos de este valle de lágrimas para dirigirnos a la otra vida. De hecho, cada vez somos más las personas que somos conscientes de que, al morir, no existe igualación general, y que unas personas mueren en condiciones que de ningún modo desean (pobreza, dolor, sufrimiento, desarraigo emocional, imposibilitados socialmente para ejercitar su derecho a la Muerte Voluntaria, etcétera.), mientras que a otras personas sí se les posibilita la muerte de acuerdo a las oportunidades que les brinda sus ascendencia social y su vinculación con los poderes que han legislado en base a su propia ideología en el ámbito de lo religioso y de lo jurídico.

Debo aclarar también que al hablar de esas personas sin capacidad de hecho para decidir y la tutela que se les debe prestar no me estoy refiriendo solamente al criterio que regula la Incapacitación Legal de las personas que, sufriendo un notorio deterioro cognitivo, están amparadas, por su tutor, para la práctica de los actos ordinarios de la vida, según se recoge en la ley de Enjuiciamiento Civil. Me estoy refiriendo a esa legión de personas que, sin sentencia alguna de incapacitación legal, son, de hecho, por su grado de deterioro cognitivo, o por ser menores, incapaces para organizar su vida, y su muerte.

Estas reflexiones, entre otras muchas, implementan el proceso de avanzar en el desarrollo social de la consolidación de ese derecho prejurídico hasta consolidarlo en un ordenamiento jurídico solidario con aquellas personas «discriminadas» que no ven amparado su derecho para acceder a la Muerte Voluntaria. Por ello, como consecuencia del esfuerzo que realizan las personas que asumen estas reflexiones, y como resultado de los cambios sociales y culturales, en nuestra sociedad se perciben procesos que, en situación de «emergencia social», van modificando el debate y las prácticas en relación con la muerte de aquellas personas para quienes vivir, más que una satisfacción, es una práctica dolorosa carente de disfrute y exenta de felicidad.

Y a esas personas, a esas personas que sufren los rigores del control, y de la penalización y el castigo que desde estamentos del Poder les imponen, debemos decirles que, aunque todavía no está recogido en las leyes, su derecho pervive, porque la Muerte Voluntaria tiene raigambre prejurídica, porque es un Derecho Humano.

 CONSTRUCCIÓN DE UNA CATEGORIA

Al recapacitar acerca de estas cuestiones surge el debate acerca de si el sujeto agente de estas reflexiones, y prácticas también, es un sujeto personal-individual o un sujeto social-colectivo.

No cabe duda de que el objetivo que pretendo mostrar encuentra un mayor acomodo en la idea de un sujeto que, además de individual, por supuesto, pues no podría ser de otra manera, existe un sujeto social-colectivo que participa en la manera de entender y practicar las connotaciones que he incorporado tanto en la exposición acerca de la Muerte Voluntaria como a los supuestos en los que he tratado de mostrar la idea de que la misma es un Derecho Prejurídico.

Incluso, recordaréis que en ocasiones anteriores he formulado una HIPÓTESIS según la cual,

«Quienes postulamos por el DERECHO/LIBERTAD A MORIR, tenemos una manera especial de vivir la VIDA y la MUERTE»[6].

Pero, tratar de construir una categoría social que incorpore a las personas que postulamos en favor del Derecho a la Muerte Voluntaria, requiere identificar los criterios que nos hacen afines y que, a la vez, nos distinguen de quienes los refutan.

En este empeño, considero que quienes constituimos tal categoría, al reflexionar acerca de la muerte lo hacemos desde una perspectiva de vida; desde la interpretación de que la muerte es una parte nada desdeñable de la vida y de que no está exclusivamente constreñida al momento de la muerte, al momento de la cesación total, sino que tomamos en consideración la totalidad del Proceso de Morir. Esto es muy importante, por cuanto que en cada etapa del proceso de Morir surgen reflexiones y prácticas concretas. De aquí proviene mi machacona tendencia a insistir en la conveniencia de «aprender a morir», y no pensar solamente en la muerte como ese momento de cesación total, como ese momento en que pasaremos a ser parte de esa otra categoría post-liminal de la que siempre se habla en pasado, porque habremos dejado de ser y, consecuentemente, ni siquiera tendremos la oportunidad de estar muertas o muertos, porque ya no-seremos.

Quienes constituimos esta categoría pensamos en que la Muerte Voluntaria puede ejercitarse también como colofón a una etapa carente de enfermedad y dependencia, porque tomamos en consideración que, sin estar enfermo o enferma, algunas personas optan por hallar acomodo en el marco de la Muerte Social…

La idea de la Muerte Social está, puede estar, encardinada en el ADN de quienes pensamos que la Muerte Voluntaria es una categoría que nos identifica. No obstante, en numerosas ocasiones en las que he tenido la ocasión de hablar de la Muerte Social, he sentido la existencia de un importante error de interpretación. Creo haber escuchado con excesiva frecuencia que muchas personas identifican, como iguales, las situaciones de estar «Socialmente Muerta», o muerto, con la situación de estar en situación de «Muerte Social».

La primera situación, el hecho de estar Socialmente Muerta, o muerto, sobreviene cuando, como consecuencia de una enfermedad o severa dependencia, u otras causas derivadas de la falta de acompañamiento y/o carencia de actividad social, una persona no mantiene capacidad para integrarse en la sociedad, sea porque ya no tiene vigor físico o mental para hacerlo, o porque no tiene oportunidad de relación en un contexto social que ya no la incluye, porque el grupo social al que pertenecía se ha ido desintegrando poco a poco. Nada hay de volitivo en el hecho de estar socialmente muerto o muerta.

Por el contrario, la situación de Muerte Social sobreviene en las personas que, sin estar enfermas, sin tener patologías específicas que les ocasionen dolor o sufrimiento, pero que, manteniendo todavía habilidades sociales, consideran que su vida ya no tiene sentido, y, como consecuencia, ansían su muerte. Así pues, la categoría de Muerte Social requiere la declaración volitiva de estarlo.

Podría ser el caso, por ejemplo, de algunas personas que se encuentran, sin sufrir patología especial, en situación social de anomia, que se define como: «estado de desorganización social o aislamiento del individuo como consecuencia de la falta o la incongruencia de las normas sociales».

Considero, también, que quienes constituimos esta Categoría demandamos el Derecho a la Muerte Voluntaria sin que esto constituya la pertenencia a algo que, en una jerga deteriorada, pudiéramos llamar «personas defectuosas».  Por el contrario, consideramos que se trata, desde luego, de personas que, como he descrito en anteriores ocasiones[7] encaran el proceso de su muerte, la Muerte Propia, como una parte nada desdeñable de su propia identidad. Se trata, pues, en reiteradas ocasiones, de personas que, sin razón patológica aparente, construyen para sí mismas un modelo de vida, y de muerte, que apunta rasgos diferenciados en relación con la gestión de su vida, de su biografía y la disponibilidad de la misma. Todo esto me ha llevado a apreciar en mayor grado el vigor, la dignidad de muchas personas al exhibir su «ego», su inquebrantable anhelo a ser ellas mismas, dicho en el lenguaje más próximo con que mis informantes me han obsequiado. Y todas estas personas son, deben ser, acreedoras de una tutela específica, que toma su impulso, precisamente, en el derecho que la diferencia genera, para que ninguna persona sea discriminada por su individualidad.

En el trabajo citado anteriormente he descrito algunas de las circunstancias que pueden propiciar el acceso a esa categoría de Muerte Social. Entre otras razones o motivaciones, en aquella ocasión consideré que la construcción de la categoría de Muerte Social podría requerir un contexto en el que el envejecimiento, la dependencia, la anomia, la carencia de reconciliación social, la falta de felicidad, el incumplimiento de los rasgos de la muerte de calidad, y otras consideraciones semejantes, pudieran constituir aportaciones insoslayables a este debate.

Efectivamente, en relación con estos elementos que inciden en la configuración de la Muerte Social, sabido es que hay personas acomodaticias capaces de pervivir en «disonancia cognitiva», esa situación confusa en la que prácticas y discursos se contravienen. Pero, también hay personas, tal vez con una percepción distinta de la dignidad, para quienes la vida, en continua disonancia, no les es de interés. Por esta razón, el incumplimiento de los estándares que arbolan una «Muerte de Calidad» atenta contra los pilares de la identidad de muchas personas, porque quiebra el reconocimiento de su libertad, de su autonomía, y porque, en definitiva, vacía de contenido su proyecto de Muerte Propia.

A modo de resumen abreviado, podríamos decir que quienes vibramos al unísono con esta Categoría, que demanda el Derecho a la Muerte Propia, consideramos que,

«cuando una persona que mantiene lúcida su capacidad para discernir considera que su vida ya no tiene sentido; cuando considera que, más que satisfacción, la vida se torna en sufrimiento; cuando considera que la cotidianidad de ese estar viva se construye en notoria contradicción con los postulados de la Muerte de Calidad que para sí misma desea; cuando el reencuentro con las personas con cuya relación disfrutaba ha mermado hasta casi la indiferencia o el hastío; cuando los grandes o pequeños acontecimientos del Mundo y de su mundo ya no le hacen mella, ya no le sugieren ni placer ni enfado; cuando esa persona no tiene, ya, asuntos pendientes que resolver y le sobra todo lo externo, esa persona está en situación de Muerte Social y que, por lo tanto, merece el reconocimiento social para ejercer su «Derecho» o «Libertad[8]» al ejercicio de su Muerte Voluntaria[9].»

Pero, ya lo he anunciado, una cuestión delicada y compleja que de manera especial contribuye a la construcción de esta categoría que nos identifica en tantas representaciones y prácticas, surge en relación con las personas que tienen mermada su capacidad para decidir.

Para reflexionar acerca de esta situación, y de otras muchas situaciones también, resulta oportuno recordar los comentarios que hemos hecho en relación a la existencia de muertes que tocan y muertes que, todavía, no-tocan. En este sentido, podríamos decir que hay muertes más tolerables, que tocan, que otras muertes que provocan crispación, dolor y enfado, porque, todavía, no-tocan.

Efectivamente, según terminología que utiliza Iñaki Saralegi, cuando la muerte se percibe como tolerable, parece convincente suponer que las personas a quienes correspondiera decidir deberían actuar con el criterio de hacer «lo que el paciente hubiese elegido», según la expresión que este autor utiliza al tratar de elaborar los criterios del juicio sustitutivo.

Pero, como ya lo he apuntado en otras ocasiones[10], el debate acerca de estas cuestiones se torna más complejo cuando se trata de personas en situación de imposibilidad de decidir.

Llegado el caso, las personas que configuramos esta categoría consideramos que obviar la responsabilidad de tutelar a una persona incapacitada para la toma de decisiones que directamente le conciernen, contraviniendo su biografía y los postulados bioéticos, es un acto que entraña injusticia y crueldad. En mi opinión, sería un acto que se podría adscribir a esa larga retahíla de delitos de omisión, respecto a los que nuestra sociedad es tan tolerante, por un esfuerzo, en ocasiones exagerado, de diferenciar la acción de la omisión.

Por esto, la atribución externa, cuando la persona está en imposibilidad de decidir, plantea mayores dificultades en el reconocimiento de la voluntariedad, y esta idea engarza, obviamente, con el derecho a la tutela que todas las personas tenemos para tratar de evitar que, ante la imposibilidad de elegir, se relegue a una persona a una situación de postergación, cuando ciertamente consta que no desearía estar viva.

Ya he anticipado, tal vez con excesiva reiteración, que, al analizar las causas coadyuvantes en la construcción de la categoría de Muerte Social, la trayectoria biográfica y el contexto o la manera personal de entender el proceso de morir, son relevantes, pues, no en vano, estos procesos configuran, en parte, la propia identidad.

Como consecuencia, sabemos de personas que han hecho de la Muerte Propia, y del Derecho a la Muerte Voluntaria también, una cuestión primordial al tratar de organizar sus respectivas jerarquías de valores: su identidad. Son personas que quisieran para sí mismas que este debate, llegado el caso, fuera interpretado al modo deliberativo, con lealtad a sus postulados, en armonía con su propia biografía.

Ahora, al concluir con el apunte de algunas de las representaciones y prácticas que nos constituyen en una Categoría específica, en un grupo de personas que desde la reflexión y el activismo prejurídico participamos de un «estatuto conceptual y de un contenido sociológico», al modo a como lo describe Lévi-Straus, voy a resumir los aspectos más destacados de quienes postulamos por el Derecho al ejercicio de la Muerte Voluntaria.

Podríamos decir que, desde el debate y el activismo tomamos en consideración la figura de un sujeto personal-individual, a la vez que la de un sujeto social-colectivo; que nuestro propósito no pretende imponer nuestros rasgos de identidad, sino exigir nuestro Derecho a actuar en consistencia con los mismos; que tenemos una manera especial de vivir la vida y la muerte, y que consideramos oportuno, en tanto que se trata de una cuestión cultural, aprender a Morir; que más que reflexionar exclusivamente en las circunstancias específicas del momento de cesación total, de la muerte biológica, dirigimos nuestras reflexiones y prácticas a una cuestión más abarcadora que llamamos el Proceso de Morir; que consideramos que la Muerte Voluntaria no es forzosamente el colofón a una etapa carente de enfermedad y dependencia; que la Muerte Social es un rasgo que distingue a las personas que saben que no es lo mismo vivir que estar vivo o viva, y que, consecuentemente sabemos diferenciar como distintos la Muerte Social de una persona del hecho de estar Socialmente Muerta; que diferenciamos en sentido antropológico de La Muerte Propia y La Propia Muerte, y que, llegado el caso, priorizamos la oportunidad de ejercer La Muerte Propia; que valoramos la actitud de muchas personas al mostrar su inquebrantable anhelo a ser ellas mismas, y de exhibir su inquebrantable EGO, sin que, como consecuencia ninguna persona sea discriminada por su individualidad; que no nos satisface una vida en permanente Disonancia Cognitiva, esa situación en que las representaciones son contradictorias con las prácticas; que sabemos diferenciar entre Derecho y Libertad, y que, ante tanto dolor, tal vez pudiéramos transigir, como táctica, el logro de la LIBERTAD para morir de manera voluntaria; que en tanto que la muerte es un acto  civil, nuestro propósito es el logro de una Muerte de Calidad, no necesariamente medicalizada por las y los profesionales del ámbito sanitario; y que, finalmente, ansiamos que el Derecho a la Muerte Voluntaria pueda también aplicarse a las personas carentes de una Tutela Eficaz. ¡Ah, y nos gustan ese tipo de películas!


[1] Ariès, P. (2005 [1975]). Historia de la muerte en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días. Barcelona: Acantilado.

[2] Méndez Baiges, V. (2002). Sobre morir. Eutanasias, derechos, razones. Madrid: Trotta.

[3] Las Invasiones Bárbaras, Mar Adentro, Million Dollar Baby, Aulki Hutsak (Sillas Vacías), Johnny Cogió su fusil, Mi vida es mía, No conoces a Jack, La escafandra y la mariposa, Los descendientes, La Fiesta de la Despedida, Corazón Silencioso, y un larguísimo etcétera.

[4] Zagrabelsky, en: Comité Consultivo de Catalunya (2006:119-120)

[5] Peces Barba, en: Revista D.M.D. nº 55/2010: 18-19

[6] Iñaki Olaizola (2020). “MUERTE VOLUNTARIA: PENSAR Y REPENSAR”. DMD, Asociación Derecho a Morir Dignamente, 2020, n.º 81, pág. 36-40.

[7] Iñaki Olaizola (2018). “¿Es la muerte un proceso exclusivamente biológico? Muerte Social”. Bilbao: Conferencia en Biblioteca Bidebarrieta, 10/11/2018.

[8] La diferencia entre Libertad o Derecho se basa, principalmente en que el Derecho incorpora a la Libertad la provisión de medios necesarios para ejercitarlo. Comparten, sin embargo, los postulados de Tutela y Omisión. Desde mi personal perspectiva, defenderé con ahínco el ejercicio del Derecho, pero, como táctica, aceptaría de buen grado el reconocimiento de la Libertad para ejercitar la Muerte Voluntaria. Eliminaría mucho sufrimiento estéril.

[9] Iñaki Olaizola (2018). “¿Es la muerte un proceso exclusivamente biológico? Muerte Social”. Bilbao: Conferencia en Biblioteca Bidebarrieta, 10/11/2018.

[10] Iñaki Olaizola (2018). “Muerte Social: Construcción de una categoría postergada”. Lección de Ingreso en REAL SOCIEDAD BASCONGADA DE LOS AMIGOS DEL PAÍS/ EUSKALERRIAREN ADISKIDEEN ELKARTEA. 3 de marzo de 2018. En: Nuevos Extractos de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. Euskalerriaren Adiskideen Elkartea (SEPARATA). Suplemento 23-G del Boletín de la RSBAP. Donostia- San Sebastián 2018.

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