La determinación de este gallego tetrapléjico por poner fin a su vida removió conciencias. Sampedro se convirtió en un referente no solo por su batalla judicial para reclamar el suicidio asistido, sino también por la genialidad que imantaba, como recuerda en este artículo su amiga Gené Gordó, la voluntaria de DMD que lo acompañó hasta el final.
Por GENÉ GORDÓ i AUBARELL
“Cuando lo beba habré renunciado voluntariamente a la propiedad más legítima y privada que poseo; es decir, mi cuerpo. También me habré liberado de una humillante esclavitud: la tetraplejia. A este acto de libertad, con ayuda, ustedes lo llaman cooperación en un suicidio o suicidio asistido. Sin embargo, yo lo considero ayuda necesaria —y humana— para ser dueño y soberano de lo único que el ser humano puede llamar realmente “mío”, es decir, el cuerpo y lo que con él es —o está—: la vida y su conciencia… […] Señores jueces, autoridades políticas y religiosas: no es que mi conciencia se halle atrapada en la deformidad de mi cuerpo atrofiado e insensible, sino en la deformidad, atrofia e insensibilidad de vuestras conciencias”.
Con esas palabras, el 12 de enero de 1998 Ramón Sampedro ponía punto y final a 27 años de lucha. Su muerte fue grabada en una cinta que en DMD Barcelona recibimos posteriormente con el objetivo de hacerla llegar al juez que llevaba su caso e intentar exculpar a aquellos que pudieran verse involucrados. Ramón dejaba claro que esas personas tan solo fueron instrumentos necesarios para alcanzar un acto de autodeterminación sobre la propia vida.
Muchos se preguntaron, ¿por qué morir? Ramón respondió en un poema de su libro Cartas desde el infierno. “Porque a veces el viaje sin retorno es el mejor camino que la razón nos puede enseñar, por amor y respeto a la vida…”. Algunos dijeron que buscó la muerte por falta de atención. Nada más lejos de la realidad. Era querido y admirado por los suyos, especialmente por su cuñada. Con el tiempo se convirtió en el asesor y confidente de quienes le rodearon. Ramón amó la vida como pocos. Y cuando ya no pudo vivirla según su concepto de dignidad, buscó la libertad en la muerte.
Ese 12 de enero también representó para mí un punto y final. Después de seis años de íntima amistad y proyecto compartido con Ramón llegaba la despedida. Creo que la noche anterior a su muerte fue la más larga de mi vida. En momentos como esos todas las dudas te asaltan y ponen a prueba tus convicciones más profundas. No es banal que posteriormente quedara registrado en la película Mar Adentro de Alejandro Amenábar. Yo, persona responsable en DMD de la causa de Sampedro, le insistía en ese último instante: “¿Estás seguro Ramón? Recuerda que nadie te obliga a nada, esto sólo puede ser un acto de plena libertad”. Él, serenamente dijo: “Gené, ¿tú también, amiga?”. Se hizo un silencio, comprendí y añadí: “Hasta siempre, compañero.”
Sampedro representó un punto de inflexión en la lucha a favor de la eutanasia, pero no sólo por la causa judicial ni por el testimonio de su muerte. Ramón fue un referente también por su genialidad, por una personalidad que imantaba. Cuando lo conocías, entendías la fuerza de su repercusión social.
PRIMEROS CONTACTOS CON DMD
Ramón Sampedro contactó con DMD en 1992, cuando Barcelona había tomado la dirección de la entidad. Con Salvador Pániker como presidente de DMD y Juana Teresa Betancor como representante en la World Federation of Right to Die Societies, Josep-Lluís Casamitjana, Aurora Bau y yo misma (entre algunos otros) formábamos parte de un reducido núcleo impulsor. La escasez de recursos y de voluntariado activo de la asociación contrastaba con la fuerza y la implicación de sus miembros.
Por aquel entonces la eutanasia era aún un término lejano a los oídos de la sociedad, y equivalía básicamente a “matar”. Entidades “provida” nos perseguían literalmente con aquello de que “la vida es sagrada y sólo Dios tiene derecho sobre ella”. Un discurso que respetamos, pero que resulta ridículo cuando intentas imponerlo, sobre todo a personas no creyentes.
Ese era el contexto cuando Ramón Sampedro contacto con nosotros. Nos pedía dos gramos de cianuro en una carta. Tenía 49 años. A los 18 se enroló en un navío mercante para ver mundo y a los 25 quedó tetrapléjico y postrado en una cama después de su accidente en la playa de As Furnas, al tirarse de cabeza al agua desde una roca. Con una sonrisa serena solía decir: “Soy una cabeza viva en un cuerpo muerto”.
La respuesta de DMD a su petición de cianuro fue clara: la finalidad última de la asociación era legislar el derecho a la eutanasia. Le ofrecíamos asesoramiento personal, médico o judicial, pero no accedimos a su demanda. Se inició así una fase de confrontación. Ramón criticaba nuestra actuación, que tachaba de hipócrita y cobarde. Si nosotros no podíamos ayudarle, ¿entonces quién? No hay que olvidar que entonces ya arrastraba el cansancio de años de infructuosas batallas. Escribía con la boca mediante un artilugio que el mismo había diseñado y con el que se abrió al mundo. En los años ochenta se había dirigido al Defensor del Pueblo, al ministro de Justicia Enrique Múgica, al expresidente Adolfo Suárez y hasta al mismo rey. Pedía poner fin a su vida sin que las personas que le ayudaran fueran juzgadas. No obtuvo ningún resultado.
“Ramón amó la vida como pocos. Y cuando ya no pudo vivirla según su concepto de dignidad, buscó la libertad en la muerte”
A pesar de que Ramón cerró las puertas a DMD, él y yo seguimos en contacto. Me fascinó como persona. Yo había entrado a formar parte de DMD en 1991, cuando tenía 26 años y estaba elaborando una tesis doctoral sobre el tabú de la muerte en la sociedad contemporánea. Me atrajo una asociación que, lejos de esa tendencia social a ocultar la muerte, la revindicaba como un derecho vital. Así que formé parte, junto con Aurora Bau y Antonia Plaxats, de un reducidísimo grupo de atención personalizada que acompañaba a los socios y les prestaba asesoramiento personal, médico y judicial.
Con Ramón establecí un vínculo. Ambos nos habíamos convertido en aventureros dentro de ese abismo al que te lleva el concepto de la muerte. Yo, a través de mi tesis y de mis cuadros, y él a través de su reivindicación. Eso nos llevó a intercambiar múltiples cartas, libros y llamadas creando poco a poco una sincera amistad. Con el tiempo y desde la confianza mutua surgió la idea conjunta de abrir un proceso judicial para pedir su derecho a obtener un suicidio asistido. Todos sabíamos que un fallo positivo era casi imposible, pero se convertiría en un proceso sin precedentes en la lucha por la eutanasia. El boom mediático podía poner a Ramón en contacto con personas dispuestas a ayudarle, y ahí vio una puerta abierta para conseguir aquello que tanto anhelaba.
En 1993 me convertí en el enlace oficial entre la entidad y Ramón. Iniciamos el proceso judicial de la mano de nuestro abogado Jorge Arroyo. Ramón Sampedro fue el primer ciudadano del Estado español en presentar, en 1994, una demanda judicial solicitando el suicidio asistido. En 1996, después de que la Audiencia Provincial de A Coruña desestimara su petición, presentó un recurso de amparo en el Tribunal Constitucional. El caso se encontraba pendiente de deliberación y fallo cuando Ramón murió en Boiro el 12 de enero de 1998 por envenenamiento de cianuro. Él había diseñado, desde la clandestinidad, su propia muerte. Un proceso calculado minuciosamente donde la acción se apoyó en diferentes manos, reduciendo así al máximo la posible responsabilidad penal de las personas implicadas. Pero Ramón no pudo lograr “una buena muerte”, ese concepto que va ligado a la palabra eutanasia. Murió lejos de su familia tras la larga y espantosa agonía que produce el envenenamiento con cianuro potásico.
CONVICCIONES QUE CONMOVIERON AL MUNDO
Ramón fue una de esas personas a las que yo llamo ciertas, de una integridad y coherencia como pocos. Tenía una inteligencia natural superlativa y se convirtió con los años —y kilos de alquimia interior— en un sabio. Su sensibilidad y su capacidad mental irradiaba con fuerza, contrastando con ese cuerpo inerte al cual estaba atado. Cuando lo conocías, no podías más que admirarlo y aprender. No en vano fueron varias las mujeres que cayeron enamoradas de esa persona en mayúsculas que fue Ramón. Esa fuerza llegó también a los medios de comunicación y a la opinión pública. El pensamiento de Ramón pivotaba entorno a algunos principios y conceptos nítidos e inalterables:
- La muerte como amiga. El terror a la finitud ha llevado a la humanidad a buscar una promesa de perpetuidad. Nos aferramos a creencias y religiones con la esperanza de encontrar una continuidad. También la ciencia busca sin tregua esa eternidad. Mientras tanto tendemos a esconder la muerte. Ramón sabía que todo miedo proviene principalmente del desconocimiento. Hacer una aproximación al concepto “muerte” era, pues, necesario. Mirarle a los ojos y verla como parte de tu vida. Así entendió la muerte como una mano amiga que le podía brindar esa dignidad perdida. En una carta me comentaba: “Cuando escucho decir a los que se creen sabios maestros que no se caiga en una cultura de la muerte —refiriéndose a la eutanasia—, me entristezco, pues o son necios o son falsos… Si se cultiva el arte de vivir no se puede negar el arte de morir”.
- El derecho a morir como un acto de libertad. Aun siendo una persona prisionera de su cuerpo, Ramón fue un espíritu libre. “La razón es mi Dios —decía— y mi creencia, el conocimiento”. Sampedro jamás entendió a los detractores de la eutanasia que veían el derecho a morir como una amenaza: “Un derecho es una puerta por la que podemos acceder a la libertad, pero nadie está obligado a traspasarla”. Sostenía que lo sagrado no es la vida en sí misma, sino el derecho del ser humano a vivir —o morir— de acuerdo con sus principios. Pero decidir libremente es decidir sin miedo. La eutanasia ha de ser una respuesta serena desde una profunda convicción. Y eso es lo que hizo Ramón.
- Su relación con los medios de comunicación. Ramón vio en los medios un instrumento para sus objetivos. Le permitían llegar a más personas y encontrar a alguien que le ayudara a morir. También mostrar su realidad sin tapujos. “Lo que deseo es mostrar mi propia piltrafidad. La cabeza de un ser humano, consciente, sensible, que está condenada a sobrevivir pegada a su propio cadáver” (palabras de una carta que me mandó el 1 de noviembre de 1993). Muchos tacharon ese comportamiento de exhibicionismo lamentable. Otros vimos en ello la valentía de lanzar su tragedia contra nuestras conciencias y contra la de aquellos que se atrevían a dictaminar su destino. Paradójicamente, junto a esas imágenes aparece siempre un Sampedro sonriente: “Se puede desear la muerte y sonreír”, afirmaba en la misma carta. “La sonrisa sólo se pierde cuando uno está asustado. Yo aprendí a soportar el infierno, pero lo que jamás aprendí es a aceptarlo”. Su sonrisa marcaba la serenidad y lucidez desde la que actuaba.
ALTAVOCES TRAS SU MUERTE
Días después del suicidio de Sampedro, Ramona Maneiro fue llevada a declarar ante los juzgados de Ribeira. Entonces ocurrió algo insólito: llegaron algunas cartas de autoinculpación por la muerte de Sampedro, principalmente cercanas a su círculo gallego de amistades, pero también desde otros lugares. Teníamos que aprovechar esa iniciativa. Bajo la afirmación “Yo también ayudé a morir a Ramón Sampedro” diseñamos una campaña de autoinculpación a nivel estatal y europeo. ¿El objetivo? Poner a la opinión pública de nuestro lado y desbordar los canales jurídicos. Se recogieron más de 3.000 firmas, entre las cuales figuraron las de 72 de los 135 diputados del parlamento catalán, pero también tuvimos una gran acogida en diferentes universidades y centros educativos. Las firmas se presentaron en el juzgado de Ribeira que instruía el caso. Ramona Maneiro, principal acusada porque estuvo con Ramón la noche que murió, no fue juzgada. Tal vez por falta de pruebas, o tal vez por esas firmas autoinculpadoras que obstaculizaban el proceso judicial. El 12 de noviembre de 2004, cinco años después del sobreseimiento de la causa, prescribió el delito.
En aquel 2004 su historia fue llevada al cine por el director Alejandro Amenábar en la película Mar adentro, premiada con doce Goyas y un Oscar. Amenábar se puso en contacto conmigo y después de una cena con él en un bar de Barcelona, los emails y llamadas iban y venían. Tuve la ocasión de colaborar en la elaboración del guion de Mar adentro y la interiorización de los personajes. Mi objetivo personal estaba claro: ayudar —desde el voluntariado— a inmortalizar la lucha de Ramón y reabrir con más fuerza el debate acerca de la eutanasia. De paso, y en la línea de defender derechos, pedí que el catalán y el gallego estuvieran presentes en la película. De la mano de Amenábar nuestra causa llegó a los más recónditos lugares del mundo.
La influencia de Ramón sigue aún vigente a través de la habilidad expresiva de sus poemas y escritos. Sus palabras, recogidas en sus libros Cartas desde el infierno y Cando eu caia nos invitan a reflexionar sobre temas como la vida y la muerte, el sentido del dolor, la dignidad, los derechos y el papel de la religión y del Estado. Pero ante todo representan un canto a la vida y a la libertad.
Artículo publicado originalmente en el número 92 de la revista de DMD.
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