Laura se lo había pensado bien

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Laura Fernández Abalde, compañera de DMD Galicia, recibió la prestación de ayuda para morir el pasado mes de noviembre tras relatar su caso en los medios: si no se tramitaba con celeridad su solicitud de eutanasia, el cáncer podía acabar con ella. El periodista Luis Pardo relata cómo fue la última victoria de una luchadora incansable.

Por LUIS PARDO

Aquel día de noviembre hacía sol en Vigo. Llevaba un buen rato sentado en el coche, en el aparcamiento del Hospital Meixoeiro, con la radio puesta y la ventanilla abierta. Como siempre, había llegado demasiado pronto. No me fiaba ni del tráfico de la ciudad ni de mi sentido de la orientación —qué GPS ni qué GPS— y me parecía una enorme descortesía hacer esperar a Laura. La víspera habíamos hablado brevemente por teléfono, apenas un minuto, simplemente para concertar la cita. Y ahora llegaba el momento de conocernos.

Pertenezco a una generación que ha creado sus primeros recuerdos a través del audiovisual. La que adivinó por las películas de John Hughes cómo iba a ser su adolescencia; la que cuando pudo visitar por primera vez Nueva York, comprobó que todo le sonaba ya de los cómics de Spiderman… Apenas un par de semanas antes, yo había visto el final de Rapa, la fantástica serie de los hermanos Coira, y mientras subía en el ascensor no me quitaba de la cabeza la imagen de aquella puerta cerrándose tras la silla de ruedas de Javier Cámara.

No pude evitar sentirme un frívolo. También un afortunado. Hace unos años, a la llegada al velatorio del padre de un amigo, la pareja de otro de ellos comentó que nunca antes había estado en un tanatorio. Todos la miramos con incredulidad, pero también con un poco de envidia. ¿Quién se puede permitir superar de largo la treintena sin haber perdido a nadie importante? Al entrar en paliativos, yo me veía un poco como ella. Y, en cierta manera, como un intruso. Me colaba, sin identificarme, en un lugar donde se lucha por salvar vidas para tratar de ayudar a alguien a acelerar su muerte. En tres décadas de profesión nunca me había visto en una situación como esa.

34’36”

La conversación que Laura y yo mantuvimos aquel día sigue en mi móvil. Treinta y cuatro minutos y treinta y seis segundos guardados bajo uno de esos títulos automáticos que se generan atendiendo a la localización: “Del Hospital Meixoeiro”. Mirándolo hoy, todavía me parece mentira que ahí cupiese una vida entera, con su principio y su final. Porque el final, la necesidad de que ese final llegase tal y como Laura había elegido, fue lo que me llevó aquel día hasta Vigo.

Vigo es una ciudad con carácter propio. Que el brillo de las luces de Navidad —esas que, dice la leyenda, Peter Parker podría ver desde su apartamento en Queens en un día despejado— no os ciegue: Vigo es mucho más. Una ciudad luchadora, brava, guerrera, que forja personas con la chapa tan dura como el metal de sus barcos o de sus coches. Y, en concreto, mujeres. Algunas de las mujeres más impresionantes que me he cruzado —y de las que he aprendido— nacieron y crecieron allí. Y, aunque cuando la conocí no era más que una sombra de lo que seguramente había sido, Laura, la activista vecinal del barrio de Beade, pertenecía a esa estirpe indomable.

Las fotos que vi después mostraban a una mujer que transmitía fortaleza y actitud, ya fuese sujetando una pancarta en el Día da Morte Digna, moderando un acto público de DMD o en una de esas andainas en las que bajaba del monte con una bolsa llena de los desperdicios que había ido recogiendo. La que estaba sentada entre las dos camas de la habitación 705, sin embargo, transmitía una enorme fragilidad física, aunque desde la primera frase quedó claro que su voluntad permanecía igual de inquebrantable.

“Joven y bien”

“Yo siempre quise morir joven y bien. Lo pedí: joven y bien. Y se me está cumpliendo”. Sentada en la butaca de su habitación, en la unidad de paliativos del hospital Meixoeiro de Vigo, Laura Fernández habla con una convicción y una calma que impresionan. Su tono de seda, algo ralentizado por los calmantes, trasluce una voluntad de hierro y un humor que no perdió el filo. “Nunca quise llegar a los 90 años. Y eso que la gente te dice: ‘Bueno, pero si llegas bien…’. ¡Joder, a los 90 nunca llegas bien, no me toques las narices!”. Laura ya sabe que ella no va a pasar de los 67. Tras casi dos décadas militando en Derecho a Morir Dignamente (DMD), y después de una “vida plena” solo espera ahora poder ponerle “el broche final” de la eutanasia. Su única preocupación: que el cáncer se la lleve antes y no poder decidir cómo será “su último viaje”. Para quienes, como ella, conservan la lucidez hasta el final, la Xunta no permite atajos.

Así arrancaba la crónica que, tres días después del encuentro, publicamos en elDiario.es. 72 horas que se me hicieron eternas. Sabía, porque así me lo habían dicho una y otra vez, que ese cáncer de uretra tan grave y raro que padecía Laura corría demasiado y que cada día perdido en esa persecución absurda entre la administración y la muerte podía hacer decantar el resultado. “Con esta infección en la zona pulmonar nadie puede garantizar que no me vaya a quedar en coma de un día para otro”, alertaba ella misma. En 2023, el último año con registros completos, 14 de los 38 solicitantes de eutanasia en Galicia fallecieron esperando. Eran la mitad de los que decidieron seguir el proceso hasta el final.

Si Laura quería contarlo era para que la Xunta entendiese que su decisión estaba clara y que no iba a cambiar. Que los plazos y el garantismo extremo se habían convertido en un obstáculo para alguien que llevaba 20 años luchando por el derecho de los demás a morir como habían elegido. Una causa en la que se embarcó cuando conoció el caso de Ramón Sampedro: “Me parecía imposible que le hiciesen esa putada a un hombre que tenía una cabeza tan lúcida pero no tenía cuerpo”. Lo que nunca esperó que su última batalla fuese a ser por ella misma. “No, porque cuando eres joven piensas que no vas a morir…”. Y Laura seguía siendo joven.

En nuestra charla, pronto pude ver que estaba ante una persona excepcional, no como frase hecha sino, como diría la RAE, alguien “que se aparta de lo ordinario”. Nada en su vida lo había sido, no podía serlo tampoco el desenlace.

De 40 a 20

Laura y Pucho, su pareja, vivían juntos desde los primeros ochenta pero no se casaron hasta 2017. Incluso entonces, la decisión fue puro pragmatismo. “Yo seguía trabajando en la Sanidad y él era autónomo, así que nos casamos porque él iba a tener una pensión de mierda y a mí ya me jorobaría que la mía no la cobrase nadie”. Fue poco después de que la crisis se llevase por delante su pequeña carpintería de aluminio. Laura, riendo, no olvidaba la frase que les dijo la jueza: “¿Os lo habéis pensado bien?”.

Esa falta de prisa fue la culpable de que tuviesen una hija biológica, Sara, porque Laura, desde que vio de pequeña a Kim Phùc, la niña del napalm, corriendo desnuda y quemada tras un ataque estadounidense a su aldea en Vietnam, tuvo claro que lo que quería era adoptar. Y lo hizo, cuando cambió la ley. Así llegó Daniel. Pero por su casa pasó mucha más gente, esa a la que considera su familia y que convirtieron en un hervidero su habitación del hospital. Uno de ellos, aquel niño al que acogió y que hoy, un adulto que cumple condena en la cárcel, consiguió un permiso excepcional para despedirse de ella. “Si fuese creyente, diría que fue un milagrito”.

Cuando Laura me explicó los requisitos que marcaba la ley, mi cabeza volvió de nuevo a Rapa. Algún día alguien deberá agradecerle a los Coira la enorme labor pedagógica de su serie. Gracias a ellos sabía que había que solicitar la eutanasia dos veces, con un plazo de quince días entre ambos por si surgía un cambio de opinión. Para Laura, esos quince días eran un abismo, pero la Xunta sólo permitía sortearlo si había riesgo de perder la capacidad de decisión. No era el caso: su cabeza era lo único que podía no fallarle.

Sin embargo, algo había empezado a moverse. La multiplicación de noticias sobre Laura, la insistencia de su equipo médico, las protestas de DMD, las iniciativas políticas del PSOE en el parlamento… todo sumó lo suficiente para que, cuando justo cuando se cumplía el plazo para hacer la segunda solicitud, la Xunta cediera y le concediese su petición. En Galicia, la eutanasia tarda como media 40 días. Ella lo consiguió en 20. La senderista había ganado su última carrera.

El final deseado

Nunca esperé un final tan bonito como éste”. Así se despidió en el vídeo que DMD difundió tras su muerte, el 19 de noviembre de 2024, nueve días después de la publicación de nuestra primera charla y 12 después de nuestro único encuentro. Un vídeo en el que no olvidaba un mensaje con una profunda carga política, como lo fue su pelea: “Le pediría a la gente que, cuando vaya a votar, vote a los que apoyan estas causas y no a los que restringen y luego gastan en cosas que no nos benefician”.

“Morir vamos a morir todos, pero la forma de morir que yo elegí me parece maravillosa”. Riendo, rodeada de los suyos, sin dolor. Haciendo honor al lema que encabezaría su esquela: “A miña derradeira viaxe decídoa eu”. Y si tuviese que declarar ante una jueza, como el día de su boda, seguramente le diría con la cabeza bien alta —y esa sonrisa que nunca la abandonó—: “Sí, me lo he pensado bien”.

Artículo publicado originalmente en el número 93 de la revista de DMD.

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