Por: Iñaki Olaizola Eizagirre, vicepresidente de DMD-DHE Euskadi
Dicen que cuando reflexionamos acerca de una muerte, de una muerte cercana, principalmente pensamos en nuestra muerte. ¡Creo que algo de verdad hay en esto!
Yo SIEMPRE he considerado que el suicidio, motivado, es una elección elegante de morir cuando la vida, más que disfrute, se torna en sufrimiento. Siguiendo con la exageración, SIEMPRE he preferido la opción del suicidio, acompañado por las personas que más quiero, más que la alternativa de que una persona extraña, con bata blanca, me inyecte un fármaco mortal.
Al repensar acerca de estas dos alternativas, y al meditar acerca de los dos escenarios que de ellas se derivan, mis amigas y amigos de DHE me han aclarado que, si mi muerte voluntaria acaece cuando ya no tenga capacidad para manifestar mi deseo, la practica legal de la LORE impedirá mi opción predilecta.
En ocasiones pienso que: ¡Qué más da, total, ya no me enteraré! Pero, este pensamiento es efímero, pues me sobresalta la rebeldía, mi afán por no claudicar.
En el archivo de los libros que me han causado impacto, guardo un cariño especial a LOS THIBAULT, el llamado también novela-libro de la eutanasia. Entre los muchos personajes del reparto, recuerdo con frecuencia el rezo de aquel personaje, ateo, angustiado por la idea de que, al final de su vida, cuando sus fuerzas estuvieran mermadas, la presión social le hiciera claudicar de su no-creencia. Con el debido respeto a Roger Martin du Gard, el autor de esta obra, yo presiento algo parecido, algo que me separa de una convicción firme, de una manera intensa de querer gobernar mi vida y, por lo tanto, mi muerte. Algo que deseo y que he repetido hasta el hartazgo de quienes bien me quieren: la muerte propia. ¡La muerte realizada según mi diseño!
Por esto, en el caso de que alguien me preguntara cómo desearía yo mi muerte, le contestaría, de modo acorde a lo que vengo de decir: que mis personas queridas me ayudaran, aunque fuera una ficción notoria, a consumir, ayudado de la mano libre que me quedaría después de asir con fuerza con la otra mano a MMMM, a IIIII y a XXXX, el último sorbo de mi vida.
Sé que se trata de una repetición, más que de una ocurrencia propia, pero me gusta insistir en el hecho de que yo no quiero que me mueran, que prefiero morir conforme a, sigo con la exageración, lo que SIEMPRE he preferido.
A este respecto, me sobrecoge el recuerdo de aquel caso que conocí en ZORROAGA, donde el propio director de la Residencia (pública, por cierto) me confesó que, aún a sabiendas de que el difunto había manifestado su deseo de que no se celebrara funeral religioso para él, el director lo hizo, y le organizó un funeral que hubiera espeluznado a las personas sensibles, pero que él, conocedor de la verdadera revelación, ordenó ejecutar; sí, ejecución, porque de una ejecución se trató. Y me lo contó con orgullo, en la creencia, tal vez, de que había rescatado un alma del infierno (o del purgatorio, donde dicen que se solía estar, no para siempre, sino, solamente quemándose durante unos cientos de años).
Pero, como a pensar se aprende pensando, al escribir estas líneas he vuelto a pensar que frente a esta alternativa de morir cuando pierda capacidad para discernir acerca de la conveniencia de vivir sin estar vivo, tendré la fortuna de contar con el apoyo querido de las personas que quiero, y me quieren, para morir sin claudicar de mi convicción más profunda: ¡morir goxo-goxo, con su ayuda y en su compañía!
Esta convicción, esta casi-certeza, es el patrimonio de quienes hemos depositado tanto empeño en el progresivo avance de DHE.