Luis Montes no era un optimista ingenuo, pero tenía una esperanza (fundada) en que las últimas elecciones generales (el actual Parlamento) iban a suponer por fin el reconocimiento del derecho a morir con dignidad, por el que tanto había luchado
Por: Manuel Atienza y Carmen Juanatey
Artículo publicado originalmente en la revista 78 de DMD
En el momento en el que escribimos este artículo, los periódicos publican informaciones con titulares como este: “El Congreso abre paso a la ley de eutanasia. La Cámara rechaza la enmienda popular a la totalidad por 210 votos frente a 134”; lo que hace pensar que, en fechas más o menos próximas, tendremos, efectivamente, una ley que autorice a que en determinadas circunstancias (no entremos en los detalles) se pueda ayudar a morir a alguien que desea terminar con su vida.
La opinión pública parece también (cada vez más) favorable a la despenalización de las conductas eutanásicas (pasivas o activas; y excluyendo obviamente lo que a veces se llama “eutanasia involuntaria”). E incluso la Iglesia católica parece haber aceptado –como un hecho irremediable– que eso, la despenalización de la eutanasia, va a tener lugar en nuestro país más pronto que tarde.
Hace algunos meses, el arzobispo de Toledo, en una de sus cartas semanales, y al tiempo que condenaba moralmente la eutanasia, entre otras cosas por considerar que la política que la fomenta “es una política capitalista…la sostengan políticos de centro, de izquierda o de derecha”, reconocía (se estaba refiriendo obviamente al proyecto de ley que ahora se está discutiendo en las Cortes) que la batalla cultural y política en contra de la eutanasia “está perdida, al menos, a corto y a medio plazo”.
Analizar seriamente los argumentos serios
Pues bien, dado que las cosas son (o van a ser pronto) así, nos parece que quizás sea este un momento adecuado para tomarse en serio los argumentos que tanta gente y durante tanto tiempo han considerado que existen para oponerse a la eutanasia. Los autores de este artículo han defendido en varias ocasiones (por separado) la despenalización de la eutanasia pero, naturalmente, son conscientes de que la plasmación legislativa de una determinada tesis no puede ser el criterio de su corrección (en esto tiene razón el arzobispo de Toledo).
Tomarse en serio los argumentos de la otra parte implica, por lo demás, no centrarse en las razones más débiles o en las que no pasan de ser simples falacias; por ejemplo, no creemos que merezca la pena prestar mayor atención a lo sucedido a propósito de la enmienda a la totalidad del PP: simplemente porque los cuidados paliativos no son una alternativa a la eutanasia (es obvio que cabe estar –como es nuestro caso– a favor de una cosa y de la otra), y porque la defensa de la eutanasia no supone que se esté en contra de la vida (como ocurre cuando alguien –suponemos que cualquiera– justifica que se pueda dar muerte a otro en situaciones de legítima defensa o de estado de necesidad).
A donde nos lleva el tomar en serio a los otros (a los que piensan de otra forma) es, por el contrario, a buscar los mejores argumentos que pudieran existir en contra de la legalización de la eutanasia, para ver si pueden considerarse o no como correctos: en todo o en parte.
John Finnis vs. Ronald Dworkin
Desde luego, la discusión sobre la eutanasia en los últimos tiempos ha dado lugar a una copiosísima bibliografía en la que se podría encontrar una gran variedad de posturas y de argumentos (a favor y en contra). Pero creemos que pocos discutirán (al menos, desde el mundo del Derecho) que los enemigos de la eutanasia son también defensores de lo que suele denominarse “Derecho natural”, y que el iusnaturalista más influyente (y más conspicuo) de las últimas décadas ha sido John Finnis; de manera que no puede parecer arbitrario que lo tomemos a él como el mejor representante de la postura anti-eutanasia.
Finnis, un relevante filósofo católico que fue miembro de la Comisión Teológica Internacional de la Santa Sede, escribió en diversas ocasiones sobre (contra) la eutanasia, pero aquí vamos a referirnos únicamente a un trabajo suyo de 1998 dedicado, fundamentalmente, a oponerse a las tesis favorables a la legalización de la eutanasia de Ronald Dworkin: el paladín –o uno de los paladines– de lo que suele entenderse por “liberalismo político”, que en la jerga estadounidense viene a equivaler a lo que nosotros llamaríamos “socialismo” o “socialdemocracia”.
Dworkin y el carácter sagrado de la vida
La defensa que llevó a cabo Dworkin de la eutanasia (también en una serie de trabajos, algunos de ellos muy conocidos) no se basó en oponer el valor de la autonomía al de la vida y la dignidad, sino que lo que él hizo fue armonizarlos de la siguiente forma. Según Dworkin, la vida tiene un carácter que puede calificarse de “sagrado”, pero lo que da ese valor a la vida no son simplemente lo que llama los “intereses de experiencia”: lo que tiene valor porque lo encontramos placentero o excitante; sino, sobre todo, los “intereses críticos”: aquello que, si se satisface, hace que nuestras vidas sean genuinamente mejores.
Los intereses críticos pueden ser de índole muy distinta, pero contienen un ingrediente de idealidad y cierta exigencia de reflexión sobre la vida como un todo. Y, precisamente por ello, la única forma de respetar la santidad de la vida es transferir al individuo la decisión de cómo desea morir: “Hacer que alguien muera en una forma que otros aprueban, pero que él cree que es una contradicción horrorosa con su propia vida, constituye una devastadora y odiosa forma de tiranía” (p. 284).
Valores y argumentos
En el artículo al que antes nos referíamos, Finnis ataca la posición de quienes sostienen que la eutanasia se basa en el derecho a la autonomía personal, pero no porque él piense que los valores de la vida y de la dignidad están por encima del de la autonomía, sino porque, cabría decir, la manera que él propone de articular (y, en parte, de entender) esos tres valores o principios es distinta a la de Dworkin.
Y esa distinta forma de abordar el problema, por cierto, no deriva (al menos, no explícitamente) de algún postulado de tipo religioso; o sea, Finnis no recurre para nada al argumento, que podríamos calificar de teológico, de que la vida es un don de Dios y, por lo tanto, el ser humano no tiene derecho a disponer de ella. Sus argumentos en contra de la legalización de la eutanasia apelan más bien a la experiencia y a las consecuencias. Nosotros creemos que se podrían reducir a los dos siguientes.
El primero hace referencia a las consecuencias que tendría (o que tiene: él habla teniendo muy en cuenta la experiencia de la legalización en Holanda) reconocer ese supuesto “derecho a morir”. Finnis entiende que tanto la eutanasia propiamente dicha como el suicidio asistido suponen dar muerte (o ayudar a dar muerte) a un individuo de manera intencional, lo cual implica ir en contra de una de las pocas exigencias absolutas que impone la razonabilidad práctica.
Define para ello de manera precisa (estricta) lo que debe entenderse por “intencionalidad”, de manera que, por ejemplo, no iría contra esa exigencia (el mandato absoluto de no realizar un acto que en sí mismo y de suyo daña un bien básico, como es la vida ) el médico que administra una cierta substancia al paciente para aliviar sus dolores, sabiendo que eso acortará su vida, siempre y cuando la muerte sea un efecto colateral o indirecto (sabe que ocurrirá, pero no lo ha hecho con esa intención).
El argumento consecuencialista
Como es conocido, se trata de la tradicional “doctrina del doble efecto”, que ha sido criticada con cierta frecuencia apelando a que la distinción es meramente subjetiva y, por tanto, imposible de ser manejada sin incurrir en arbitrariedad, ya que su utilización favorece una forma de cinismo moral, de doble moral, etcétera. Pero a Finnis la distinción le parece esencial, cabría decir, por razones consecuencialistas.
Si se produjera ese cambio en la legislación, cambiaría también la moral de los médicos y del personal sanitario, y todo ello tendría efectos muy perniciosos en los pacientes; o sea, al borrarse la línea que separa la acción de matar intencionalmente a alguien y la de actuar con la intención de curar, tratar, aliviar o paliar los sufrimientos de alguien (aunque ello acelere la muerte), los pacientes tendrían menos razones para confiar en los médicos (por ejemplo, a la hora de informarles sobre sus sufrimientos, ante el riesgo de que aquellos lo interpretasen como una petición de que se les de muerte); y algo parecido ocurriría con los familiares: “mucha gente encontraría que los más próximos y los más queridos son cada vez menos próximos y menos queridos” (p. 1134).
Aun suponiendo –nos dice Finnis– que se tiene un derecho a decidir cuándo morir, lo que no cabe duda es de que existe también, y de manera más obvia, un derecho a decidir no morir (que a uno no lo maten). Y Finnis considera que la legalización de la eutanasia no permite “tomar en serio” este segundo derecho; el poder que en esa situación adquirirían los médicos y los familiares (la presión que eso supone para los pacientes) llevaría a muchos (los que en otra situación habrían ejercido el derecho a que no se les mate) a una situación que –usando las palabras de Dworkin– verdaderamente debería ser calificada como “una devastadora y odiosa forma de tiranía”.
Si la eutanasia se legalizara, en suma, “el derecho a que no te maten quedaría catastróficamente anulado para mucha más gente en relación con los pocos cuyo supuesto derecho a morir se encuentra comprometido por la regulación actual” (p. 1138). Y quienes se verían más en riesgo serían los pobres, los ancianos, los miembros de grupos minoritarios o los que no tienen acceso a cuidados médicos.
Diferentes visiones sobre la vida
El segundo argumento (vinculado al anterior) se refiere a la manera de entender la vida y la dignidad por parte de quienes defienden la legalización de la eutanasia; en particular, por Dworkin. Según Finnis, Dworkin parecería concebir la vida –y la moralidad– en términos próximos a los de Nietzsche; o sea, la propia vida es vista como “una narración de la que se es el autor, de manera que cuando se deja de estar al mando de la trama de la vida que a uno le queda –denunciada como vida meramente biológica– ella carece de valor si no es que es ‘indecente’ y despreciable” (p. 1140). Esa concepción le parece a Finnis radicalmente equivocada.
Más allá de ese punto (cuando se pierde el control sobre la propia vida), pero también antes (en nuestros primeros años de existencia) “hay vida que es real, humana y personal, pero sin una historia de la que estar orgulloso o avergonzado” (p. 1141). La mayoría de la gente que pide la eutanasia en los hospitales “cambia de opinión y llega a valorar sus últimos meses o semanas de enfermedad, por mala que sea su situación” (p. 1142). Muchos de los que están en situación terminal no quieren saber nada de esa ética del autocontrol y de las realizaciones y encuentran “una más profunda, más humilde pero también más humana comprensión del valor de simplemente existir con lo que queda de lo que a uno se le dio” (1143).
Desacuerdo también sobre la dignidad
Y en cuanto a la dignidad, Finnis piensa que los partidarios de la eutanasia (Dworkin incluido) incurren en una terrible confusión al pensar que quienes están en una situación de extrema incapacidad (por ejemplo, en estado vegetativo irreversible) no serían ya personas, habrían perdido su dignidad humana.
En opinión de Finnis, y siguiendo toda la tradición de respetar la radical igualdad humana, debemos juzgar y actuar sobre la base de que “las personas mantienen su radical dignidad hasta la muerte –a través de todo el camino” (p. 1143). Y de ahí su última afirmación de que “Una sociedad justa no puede mantenerse, y la gente no puede ser tratada con la misma consideración y respeto a la que tiene derecho, si no nos agarramos con fuerza a la verdad –o, si se quiere, al axioma– de que ninguno de nosotros tiene derecho a actuar sobre la base de que la vida de otro carece de valor” (1145).
El abuso es posible, no obligado
Desde luego, no es cosa de entrar aquí a discutir con detalle los argumentos de Finnis, pero nos parece que hay, fundamentalmente, dos consideraciones que hacer a propósito de lo anterior.
La primera es que a Finnis se le puede dar la razón en cuanto a la existencia de ciertos riesgos que pueden derivarse de la legalización de la eutanasia. Pero lo que se sigue de ello es que, en efecto, la regulación (la despenalización) debe hacerse con todas las cautelas para que nadie se sienta “coaccionado” a tomar una decisión que realmente no desearía tomar y, por supuesto, para impedir que se dé muerte a (o se acorte la vida de) alguien en contra de su voluntad. Algo que, como es manifiesto, ningún defensor de la despenalización de la eutanasia pone en duda.
Lo que ocurre es que Finnis parece afirmar algo más, a saber, que la despenalización de la eutanasia conduciría necesariamente a esa situación de abuso. Y esta sí que nos parece una afirmación gratuita y que, desde luego, la experiencia existente en los lugares en los que se ha producido ese cambio legislativo no avala en absoluto.
Y la segunda se refiere a lo que cabría considerar como la parte principialista (y principal) de su argumentación, o sea, la que descansa en los dos siguientes principios: 1) Nunca está justificado dar muerte intencionalmente (en el sentido que hemos visto de “intencional”) a otro. 2) La dignidad humana se posee intacta hasta el momento de la muerte (cualquiera que sea la situación de incapacidad en la que se esté) y, por eso, nadie puede actuar sobre la base de que la vida de otro carece de valor.
La jurisdicción sobre uno mismo
Pues bien –y para decirlo de manera expeditiva-, el primero de esos principios no puede verse, en nuestra opinión, como un principio absoluto, sino que tiene una excepción constituida precisamente por los supuestos de eutanasia justificada: una situación de graves padecimientos y el consentimiento (explícito o –en el caso más complejo de eutanasia no voluntaria– presunto) del paciente.
No hay, nos parece, ninguna razón que, dadas esas circunstancias, justifique poner a la vida por encima de la autonomía, como no sea una razón de tipo religioso. Y en cuanto al segundo principio, creemos que es importante hacer esta aclaración: uno no puede actuar sobre la base de que la vida de otro carece de valor, según nuestra propia concepción de la vida; pero lo que sí cabe es actuar sobre la base de que la vida de otro carece de valor, según la concepción que este último tiene de la vida (y dadas determinadas circunstancias de carácter objetivo).
En esto último es en lo que consiste la idea de Dworkin del carácter sagrado de la vida: es sagrado porque nadie, sino uno mismo tiene ahí jurisdicción. Y, de nuevo, pensar de otra manera nos parece que sólo puede hacerse desde la fe, esto es, si el carácter sagrado de la vida se entiende en términos religiosos: es sagrada porque nos ha sido dada por Dios.
La Utopía de Tomás Moro
Para terminar. Hemos dicho antes que la crítica de Finnis a la despenalización de la eutanasia no apelaba explícitamente a ningún argumento de tipo religioso, pero hemos llegado a la conclusión de que su argumentación presupone, implícitamente, premisas religiosas. Con ello no queremos sugerir, sin embargo, que quienes tienen creencias religiosas estén de alguna manera abocados a mantener una posición contraria a la eutanasia. No tiene por qué ser así, y un ejemplo interesante de ello lo ofrece la famosa Utopía de Santo Tomás Moro. Esta importante figura del catolicismo (designado por el fundador del Opus Dei intercesor de las relaciones de la Obra con las autoridades civiles) escribió:
“A los que padecen algún mal incurable les consuelan haciéndoles compañía y conversando con ellos y proporcionándoles todo lo que conduzca a aliviar en lo posible su mal. Si éste no sólo es incurable, sino que aflige al enfermo con incesantes sufrimientos, los sacerdotes y magistrados exhortan al paciente a que, puesto que ya no puede realizar ninguna cosa de provecho en la vida y es una molestia para los otros y para sí mismo, por el hecho de que sobreviva a su propia muerte, no debe alimentar por más tiempo la peste y la infección. Dado que la vida es un tormento para él, que no rechace morir […]. Con la muerte no pondrá fin a nada bueno sino sólo a su propio tormento. Y como es ese el consejo de los sacerdotes, intérpretes de la voluntad de Dios, proceder así será obra piadosa y santa. Los que son persuadidos se dejan morir voluntariamente de inanición o se les libra de la vida durante el sueño sin que se den cuenta de ello. Este fin no se impone a nadie, y no dejan de prestarse los mayores cuidados a los que rehúsan hacerlo, mas honran a los que así abandonan la vida”
Unas palabras que seguramente suscribiría en lo esencial (aunque sin asumir desde luego el rol de sacerdote-magistrado) un utopista de nuestros días: Luis Montes.